No han ido a escuelas privadas ni a clases particulares, pero son prácticamente bilingües. O cuatrilingües, si es necesario. Español, portugués, “portuñol”. Hasta inglés. Tampoco son graduados en mercadotecnia o relaciones públicas, pero la venta es lo suyo. Vender lo que sea. Vender banderitas de Brasil, pelucas, silbatos, llaveros. Lo que sea con tal de poner un poquito de pan en la mesa, y que siempre quede un poquito más para mandar a casa, al país de sus raíces, al que dejaron atrás.
Son historias similares en los alrededores de los estadios mundialistas. Los vendedores que asedian el Maracaná, Mineirao, Arena Corinthians y otros más son, en muchísimos casos, personas que han viajado desde Perú, Ecuador, Bolivia y otros países de Sudamérica, para encontrar mejores posibilidades de vida en el gigante y vecino país de la región.
Brasil tampoco es el paraíso y tiene profundos problemas sociales, pero la riqueza que tiene, su sistema educativo y de salud, transporte, etc., es suficiente para convencer a cientos de migrantes del área para arriesgarse a “falar portugués” y ganarse la vida aquí. De hecho, Brasil necesita seis millones de personas extranjeras según, dijo a El Nuevo Herald apenas el año pasado el secretario brasileño de Asuntos Estratégicos, Ricardo Paes de Barros. “En un mundo globalizado, necesitamos no sólo el flujo de bienes y servicios, sino también el flujo de las mentes”, detalló. Necesitan, sobre todo, ingenieros industriales y mecánicos… pero el hambre no siempre tiene títulos universitarios.
Ahí está Eduardo, ecuatorino, parado cerca de la estación de buses hacia el Mineirao. Ofrece a 10 reales (unos 5 dólares) sus llaveros mundialistas, metálicos y con la forma de la Copa del Mundo. “Te lo hago personalizado, le grabo tu nombre”, ofrece en varios idiomas a los visitantes que van rumbo al estadio de Belo Horizonte. “Son diez reales, menos no”, replica, cuando alguien le pide una mejora de precio. “Es que si no, no da, hermano”.
Cerca anda Richard, peruano, quien lleva tres años viviendo en Brasil en distintas ciudades. Él ofrece banderitas de Chile y Brasil, que se pegan en la cara, a dos reales. A dólar. Le está yendo bien, porque ya quedan pocas. Dice que gana para subsistir y enviar remesa a Lima.
Los migrantes buscan el negocio en medio de los vendedores brasileños, los locales, quienes ofrecen productos más rebuscados pero a precios más altos. Juliana y Edmundo tienen una peluca estilo el mohicano de Neymar (7.50 dólares), un gorro tipo bufón ($12.50), un “sombrero-mano” ($10), una diadema con la bandera de Brasil, con luces ($2.50)… No ven mal ni hacen problema por los competidores de países vecinos.
Más cerca del estadio, sentada en la acerca, está la brasileña Rosemarie, robusta, sonriente, con sus banderas y pañuelos de Brasil a la venta.
Los da a 5 dólares, pero cuando ve que no se mueven, les baja a 2.50. “Yo nací en Minas Gerais, soy de aquí, pero no me gusta”, comenta. “La ciudad es fea, yo quisiera irme de aquí”, añade, mientras mueve su venta hacia más arriba de la calle que lleva al Mineirao.
Es el fútbol y sus contradicciones, los migrantes y el Mundial. Las historias anónimas que acompañan la Copa del Mundo 2014.