En junio de 2013, la Copa Confederaciones estuvo ahogada por las manifestaciones de miles de brasileños, descontentos por lo que consideran corrupción entre los organizadores de la actual Copa del Mundo Brasil 2014.
FIFA puso el grito en el cielo, indignada, molesta, incómoda. Y el Gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, quien buscará la reelección en su cargo en octubre próximo, se arremangó y decidió que las protestas no podían tener el mismo alcance ya en pleno Mundial.
Joseph Blatter, el controvertido presidente de la FIFA, hizo un pronóstico a pocos días del inicio del Mundial. “Tengo la certeza de que cuando sea dado el puntapié inicial, todo el país estará apoyando al fútbol”, lanzó el suizo. Se le está cumpliendo.
Pero quizá no es tanto por el amor del ciudadano brasileño por el fútbol, sino porque detrás hay una inversión de 870 millones de dólares en seguridad por parte del Gobierno de Brasil, donde toman parte casi 170 mil agentes de la Policía.
Además, hay controles a 3.5 kilómetros a la redonda de cada estadio. Si hay protestas, nadie las ve. Y cada vez son más y más reducidas. Pero, aun así, los agentes del orden viven en un estado permanente de paranoia.
En Belo Horizonte, cuando un grupo de chilenos solo cantaba a casi kilómetro y medio del Mineirao, un batallón de policías, palos en mano, se presentó al lugar. Los hinchas brasileños se miraban entre sí, extrañados. Fue intimidante. ¿Fue innecesario?
Fue paranoico.