Nació en un país atrapado por una guerra civil. Aprendió a jugar al fútbol en la calle. La misma calle que formó su carácter. En medio de la pobreza que ocupó no como excusa, sino como una motivación, para superarla y salir de ella.
Para vencerla. Y el fútbol fue su plataforma. La catapulta que llevó a George Weah, nacido en una Liberia que se desangraba, a convertirse en uno de los mejores futbolistas no solo de África, sino de la historia, al punto de ganar el Balón de Oro en 1995.
Este martes, Weah dijo, antes de ser el primer africano en ingresar al Salón de la Fama, en Pachuca, que ese fue su secreto. La motivación de no rendirse, a pesar de que todo apuntaba a que fracasaría. “Nadie pensaba que alguno de nosotros, los niños de la calle, podríamos triunfar. Por eso, para mí es un honor especial estar ahora aquí”, dijo el ex AC Milán.
La historia de Weah me tocó porque hay símiles importantes entre Liberia y El Salvador, más allá de las diferencias de cultura. Es un ejemplo de vida. La evidencia de que el fútbol puede ser un agente de cambio en las sociedades, por muy golpeadas que estén. “Fútbol es vida”, dijo Weah en la conferencia. Y tiene toda la razón. Incluso en un país que se muere entre desidia e inoperancia, como el nuestro, el fútbol puede ser vida.