Es que el volcán Popocatépetl me alegra la estancia en Puebla. Todos los días está ahí… claro, no se puede ir. Pero está para que pueda admirarlo, imponente hacia el costado hacia el que dirija mi mirada.
Por las mañanas, bien tempranito, demuestra lo que tiene: sus picos de hielo alrededor de la boca. Increíble. Más tarde, a veces se esconde, parece que en su lugar no existe nada más que el cielo.
Pero a ratos, cuando se descubre el velo, permite regalar alguna que otra fumarola, pequeña o grande, para que también uno se sorprenda.
Para los poblanos ya es algo normal. No le prestan mucha atención. Es como para nosotros el volcán de San Salvador, que está ahí, pero ya le hacemos poco y nada de caso.
Sin duda, la oportunidad de observarlo, aunque sea a la distancia, es un regalo azteca y poblano inigualable. De esos obsequios que nunca se borran, pierden o se olvidan.