Siempre he creído que cada quien es libre de profesar la religión que quiera, ser militantes de la ideología que le plazca, celebrar las fiestas que le dan la gana, vestirse como mejor le parezca, tatuarse la piel, si con eso cree verse mejor, y poner en Facebook la foto personal de perfil que más le guste.
Nada de lo anterior es de mi incumbencia, ni debe ser la de nadie, siempre y cuando no se dañe a otras personas. También creo en la libertad que tiene todo mundo de opinar lo que quiera, siempre que no insulte o denigre a nadie. Aclarado este punto paso a comentar un tema aparentemente trivial, pero en realidad no lo es, ya visto el asunto de una perspectiva de la influencia de las redes sociales.
Hace ya varios meses, por mi salud mental y evitar la trolería, decidí cerrar mi cuenta de Twitter. Incluso cerré por unos meses la de Facebook. Pasado un tiempo decidí reabrirla para poder estar en contacto de manera fácil con muchos de mis familiares que viven fuera del país, amigos queridos e incluso lectores de este espacio y de mis libros.
Por alguna razón, cada día recibo varias solicitudes de amistad. Algunas provienen a todas luces de perfiles falsos. Son fotografías de lindas muchachas de apariencia extranjera, en cuya biografía se lee que estudiaron en los mejores colegios y universidades del país, que trabajan como modelos y que viven en Polorós o Chalatenango. Una farsa.
Pero también recibo solicitudes de personas reales que quieres saber de mis libros, preguntar cosas de la guerra. Cuando recibo una solicitud de amistad real y mensajes lindos sobre mis modestos escritos se me viene a la mente una frase del gran Gabriel García Márquez cuando le preguntaron sobre sus motivaciones para escribir “escribo para que mis amigos me quieran más”.
Lejos estoy de tener el talento del gran escritor colombiano. Sin embargo, escribir libros me ha hecho ganar muchos amigos reales y virtuales. Y aunque me encanta conversar, es imposible conversar con todos, como quisiera.
Un fin de semana, entré a Facebook para felicitar por su cumpleaños a una querida prima que vive en el extranjero. Algo llamó mi atención en el gesto de varias de sus amigas que aparecían en una fotografía.
Todas tenían los labios apretados y como queriendo besar la cámara. Pensé que era una broma. Pero después me fijé en otras fotos de varias muchachas algunas no tan jóvenes que tenían el mismo gesto. Se lo comenté a una de mis hijas. Ella divertida me mostró las fotos de todas sus amigas y todas, absolutamente todas, tenían la misma expresión: labios apretados y estirados hacia adelante como besando a un ser invisible.
Le pregunté, irónico, si aquello era una enfermedad con rango de epidemia o si todas sus amigas eran parientes que tenían ese parecido en la boca. Ella riendo me ilustró que esa forma de lucir la boca como besando, era solo una manera de imitar los labios de Angelina Jolie y de la hermana menor de Kim Kardashian, una celebridad cuya especialidad es no hacer absolutamente nada y por lo que además gana millones de dólares.
Entre más fotos de muchachas veía, más se repetía el mismo gesto con el síndrome de la boca del beso. Mi hija me explicó que a algunas de las chicas no solo les bastaba con fotografiarse con ese gesto, sino que no pocas, incluyendo mujeres maduras, se operaban para que sus labios se parecieran a los de la Jolie o la Kardashian. No lo podía creer. Pero es cierto.
La verdad es que el internet, pero sobre todo las redes sociales, tan útiles en algunas cosas y perjudiciales en otras, lo ha revolucionado todo en el ámbito de las influencias culturales. El ciberespacio, en cuanto a cosas no buenas, nos ha trastocado el idioma, ha creado nuevas adicciones, ha convertido a farsantes en ídolos, ha cambiado los paradigmas del amor y del sexo y ahora hasta influye en los gestos faciales como el de la boca que evoca. O la boca loca.
Bueno cada quien con su tema, siempre y cuando, como decía, no dañe a otros. A propósito, en pocos días estará en librerías mi última novela: CHAT, un relato erótico y trágico.
*Columnista de El Diario de Hoy.