Durante varios siglos, los pueblos originarios de México y Centroamérica habían utilizado el cacao como monedas y valores de intercambio. A ese elemento vegetal sumaban oro, plumas de quetzal, jade y otros elementos de origen natural y alto refinamiento artístico para destinarlos a la riqueza personal y patrimonio de sus clases dirigentes. Así, no resulta extraño que dichos valores aparecieran en ofrendas rituales, como se han encontrado en las excavaciones hechas en Teotihuacán, Tula y en otros puntos de los antiguos dominios mayas y mexicas.
En las primeras décadas del siglo XVI y mientras duraba el proceso de conquista y colonización de las tierras americanas, el imperio español evidenciaba que poseía un sistema de emisión de monedas y una banca con un desarrollo histórico lento, originado a mediados del siglo XIII y que estaba basado en el desprecio que los “cristianos viejos” sentían ante toda actividad manual que involucrara el trato directo con dinero y alejada de las labores agrícolas o ganaderas. Eso explica la urgencia de los primeros conquistadores por hacerse con botines de oro, plata y otros elementos metálicos valiosos, los cuales pudieran embarcarse hacia España y así poder transformarlos en otros bienes más perdurables, como tierras agrícolas y de pastoreo, inmuebles, negocios de exportación e importación, etc.
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Con la expulsión de musulmanes judíos de Al-Andalus y Sefarad y el desarrollo de los grandes descubrimientos geográficos, la mayor parte del tráfico y comercio mundiales pasó del antiguo Mediterráneo a la Mar Incógnita u océano Atlántico. Con la introducción de los nuevos bienes y recursos provenientes de los territorios del Nuevo Mundo, se facilitó la creación de bancos privados en diversas ciudades de España (como Cádiz, Burgos, Granada, Segovia, Sevilla, Toledo y Valladolid), unidos a los Bancos de Corte, que proporcionaban financiamiento a los caballeros que entraban en dificultades por sus tendencias al derroche. Gracias a ello, la actividad financiera evolucionó y permitió crear nuevos instrumentos financieros sustitutivos del dinero y apropiados medios de pago bancario, como las letras de cambio y los pagarés.
Sin embargo, muchos de los primeros conquistadores desconfiaron de ese tipo de innovaciones y prefirieron usar el oro y plata como sustentos materiales de sus riquezas. Eso justificó la creación de cecas o casas de cuño, como la que se fundó en la ciudad de México y que, en 1536, emitió las primeras monedas españolas en América, maravedíes de 4 y 8 reales, acuñados en plata, bajo el mandato real de Carlos I de España y V de Alemania y su madre, la reina Juana La Loca, cuyas armas aparecieron en esas piezas monetarias.
Ese tipo de acuñaciones resolvía los grandes problemas de disponibilidad de metales valiosos, pero no el de moneda feble o vil, para intercambios económicos más cotidianos y sencillos. Por eso, el imperio español decidió crear nuevas fundiciones y casas de acuñación en otros puntos del territorio americano. Gracias a ello y pasado algún tiempo, comenzaron a circular el “maravedí” (moneda de origen moro que formaba parte del sistema monetario español) y los “duros” o “pesos”, ya que a falta de piezas acuñadas con gran calidad se “pesaban” para lograr encontrar el equivalente en metal a la transacción que se llevaba a cabo, pero que nunca sobrepasaban los ocho reales.
Más tarde, dentro de México y del Reino de Guatemala se importaron desde Santo Domingo (isla de La Española) monedas que eran múltiplos y submúltiplos del maravedí (entendido como unidad de cuenta castellana), tales como el doblón, el ducado (o excelente), el escudo o corona y la blanca (vellón), cuyas equivalencias se centraban en que el ducado valía 375 maravedíes, el real de plata 34 y la blanca 2.5. A partir de tales equivalencias, se acuñaron monedas diversas: de dos, cuatro o más ducados; los reales y sus múltiplos, el mayor de los cuales era el real de a ocho o pieza de ocho, equivalente a 272 maravedíes. También había fracciones, como los medios reales y otra serie de monedas de vellón, a las que pronto se sumó una nueva moneda de oro, de menos peso y ley que el ducado o excelente, denominada escudo o corona, equivalente a 350 maravedíes y que provocó que el ducado dejara de acuñarse.
Casi nadie conservaba en su poder las piezas monetarias integrales. En muchos casos, se les cortaban partes, en forma de uñas o cuñas, para poder pagar bienes y servicios de menor cuantía.
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Ese tipo de acuñaciones respondían a un fin práctico, pero difícil de poder ser cubierto en su totalidad en aquel imperio en constante expansión y con tantas y necesidades de tan variadas naturalezas. Durante la segunda década del siglo XVI y luego de sus incursiones militares por los territorios de Iximché-Utatlán y Cuzcatán, el capitán Pedro de Alvarado y Contreras se encontró en dificultades cuando, luego de separar el quinto real que debía enviar a España, no contaba con el oro necesario para pagar a los soldados castellanos y auxiliares que lo acompañaban. Para esto, ordenó que se extrajera oro de las minas, de los afluentes de ríos o se les confiscara a los indígenas en sus propias comunidades.
Como consecuencia de lo anterior, la primera institución monetaria establecida en el Reino de Guatemala fue la Casa de Fundición, creada el 3 de febrero de 1543 y que operó desde la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala. Esta entidad tenía la responsabilidad de fundir y marcar metales preciosos, para producir monedas artesanales, que no eran circulares ni poseían iguales características, pues cada una era hecha a mano o a golpes de martillos y yunques.
Entre esas primeras monedas de la región se encontraban las denominadas “peso de oro de minas”, “tepuzque” -de calidad inferior-, “peso duro” -hecho de plata de ocho reales-, “onza de oro” -de 60 pesos plata-, “real de plata” -de 34 maravedíes- y el “tostón” -de cuatro reales-. Con su aparición, una nueva era económica se iniciaba en esta región del centro de las Américas, bajo dominio de la corona española.