Una de las más comprobadas teorías de la personalidad en la psicología considera la dimensión extroversión – introversión como uno de sus ejes principales. El término, que fuera acuñado originalmente por Carl Jung, el discípulo más connotado de Sigmund Freud en los orígenes del psicoanálisis, fue desarrollado desde una perspectiva diferente (estadística correlacional) por los ingleses Cattell a mediados del siglo pasado.
La mayoría de las personas nos ubicamos entre los dos polos, mostrando rasgos tanto de la introversión como de la extroversión. Acá convendrá recordar la “curva normal”: a más de dos desviaciones típicas por arriba o por abajo de la media aritmética, las características van siendo más acusadas y, por tanto, los individuos mejor caracterizados. Así, el extravertido típico es totalmente orientado hacia las personas: necesita estar en contacto con otros y se desesperará rápidamente si se encuentra solo. Estas personas no necesitan motivo para armar fiestas: su vida entera es una pachanga permanente e inacabable. Extremadamente verbales, son los que “hablan hasta con las piedras”.
Nunca perderían una discusión pues siempre tendrán respuesta para todo a flor de boca. Pero son inconstantes y de poco fiar en que terminarán una empresa de largo aliento. Me venturo a creer que son los clientes favoritos de las empresas de telefonía, sobre todo si son mujeres.
Los introvertidos típicos, por el contrario, gustan de su propia compañía más que la de los demás: suelen tener pocos pero buenos amigos, son muy constantes en sus afectos y en sus acciones, suelen ser muy confiables y se toman la vida muy en serio. No serán nunca el alma de una fiesta en las contadas ocasiones en las que asisten a una. No buscan emociones fuertes tampoco. Son más amigos de libros que de personas, prefieren trabajar y gozar en solitario. Las fiestas y las obligaciones sociales son más un fastidio que un placer para ellos. Las aglomeraciones de gente los hacen correr en sentido inverso. Han de ser los clientes más agradecidos de Amazon y las compras por internet y los eternos ausentes de conciertos y centros comerciales en estas épocas.
Sus respuestas al ser invitados a una reunión los delatan: el introvertido siempre preguntará quiénes van a asistir, para ver si conoce a alguien con quien podrá platicar (en verdad, protegerse); el extravertido, en cambio, responderá siempre y al instante que sí irá: si conoce a alguno de los asistentes, bien; si no, hará nuevos amigos. Saque usted sus propias conclusiones acerca de quienes son los que estarán más propensos a iniciar más tempranamente su vida sexual activa, los que tendrán más parejas, se casarán más rápidamente y estarán más inclinados a tener aventuras extramatrimoniales o a divorciarse si las cosas no marchan como ellos quisieran.
Por eso, deberíamos aprender a respetar la diversidad social: no pretendamos que todo el mundo goce por igual y del mismo modo estas fiestas. Mejor preocupémonos por rescatar y vivir lo esencial. Es el cumpleaños más famoso en toda la historia de la humanidad moderna. Esta Navidad es eso: la celebración de cumpleaños de quien, la gran mayoría de nosotros, creemos que vivió su entera vida y tormentosa muerte para mostrarnos la más humana manera de convivir con nuestros semejantes y, en haciéndolo, aspirar a vivir eternamente ante la presencia de la divinidad.
Regocijémonos genuinamente de poder celebrar, otro año más, el humilde nacimiento del hijo único de María, la virgen, y su esposo José, aquel callado carpintero y ahora patrono de la buena muerte. Ojalá que esta celebración nos inspirara para trabajar sin desmayo por un mundo de paz, solidaridad y verdadera fraternidad entre nosotros.
Que esa íntima alegría nos dé las fuerzas y sabiduría requeridas para ser instrumentos de Su paz, como lo quería Francisco, el de Asís, es mi deseo para todos ustedes, estimados introvertidos y extravertidos que se toman el tiempo de leer esta columna, dondequiera Dios me los tenga.
*Sicólogo y colaborador de El Diario de Hoy