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Cualquier persona en los medios de comunicación, estadounidenses o internacionales, que diga que la victoria de Donald Trump en la elección presidencial del martes no le sorprendió ni un poquito, está mintiendo. Está mintiendo porque nada en los modelos de predicción estadísticos (hechos por gente que no se había equivocado antes) indicaba una derrota de Clinton. La encuesta del LA Times fue la que más se acercó, y muchos de nosotros habíamos señalado problemas metodológicos con ella, pues un solo votante atípico (un afro-americano a favor de Trump) estaba jalando el peso de la encuesta desproporcionalmente.
No, nada predijo la realidad porque las premisas que estábamos usando para construir el modelo estadístico estaban equivocadas. Nadie esperaba que los blancos votaran en bloque, como “raza”, como otros grupos demográficos. Los blancos sin educación, usualmente un bloque que pesaba muy poco en los modelos de “votantes garantizados” salieron en masa y apoyaron a Trump y a la idea de que Estados Unidos ya no es grandioso como “antes”, y que los inmigrantes, la presidencia del primer presidente afro-americano son parte de la razón.
El gane de Trump no solo fue sorpresivo: fue contundente. Y es esa contundencia lo que obliga a la prensa, a la clase política y al tan llamado “establishment” a reflexionar y cuestionarse su absoluta desconexión con un grupo tan grande de votantes, porque fue el elitismo lo que minimizó (y hasta ignoró) la frustración palpable que tienen los votantes que le dieron la victoria a Trump en estados tradicionalmente demócratas, el famoso cinturón industrial. Las inequidades educativas y económicas le pasaron el recibo a los demócratas, cuya estrategia electoral de cortejar a los grupos demográficos como bloque electoral arrogantemente ignoró a uno que resultó ser un gigante dormido.
En Washington, DC, el epicentro de este tipo de elitismo arrogante y ciego, la desconexión se vivió con especial firmeza. El día de las elecciones miles de mamás acostaron a sus hijas diciéndoles que cuando se despertaran, tendrían una presidenta y que eso era importante porque nunca ha habido una. La ilustración más clara de este elitismo ciego son las declaraciones que dio un miembro del equipo de Clinton cuando alguien le preguntó si estaban preparando un discurso de concesión. Dijo que nadie estaba perdiendo el tiempo con un escenario que no iba a suceder. Y de repente, como a las nueve de la noche, empezó a calar la realidad. No fue como reventar una burbuja; fue lento, más bien como desinflar un globo de a poquitos. Lentamente como neblina, empezó a arropar a la ciudad un silencio grueso, roto apenas por los gritos de celebración esporádicos del apenas 8 por ciento que en la capital de EE. UU. apoyó a Trump.
La prensa y los periodistas liberales deberán repensar su lenguaje también. En un ejercicio de autorreflexión me fui a buscar las noticias de las elecciones de 2012 y 2008. A Romney y a McCain, políticos sumamente moderados y que denunciaron el extremismo de Trump en este ciclo, se les tildó también de xenófobos intolerantes, y en algunas muestras de periodismo histérico, racistas. Se ignoró que hay escalas de racismo e intolerancia. Y ahora, cuando vino alguien realmente xenófobo, racista e intolerante, ya nadie les creyó. Como Pedro y el lobo, desperdiciaron sus gritos de alerta con corderitos, dejando al público escéptico cuando de verdad vino el lobo.
Yo, que me había preparado para la noche y para entrevistas de radio en inglés y en español sobre los resultados basada en las premisas equivocadas de modelos estadísticos que no reflejaron la realidad, tiré mis apuntes como a las 10:00 p.m. local, cuando la matemática dejó de tener sentido. Lo primero que pensé fue en los millones de salvadoreños protegidos bajo el TPS o bajo el DREAM act, que confiando en administraciones más compasivas, como la de Bush o Obama, pusieron en manos del gobierno sus destinos dándoles toda la información de donde pueden ser encontrados. Esta información ahora la tendrá alguien que cree que tienen que irse, con independencia de si vinieron de niños y tienen más arraigo aquí en Estados Unidos que sus países de origen.
Mucha gente, en intentos de normalizar a Trump y racionalizar su antipatía hacia Clinton, bendicen los resultados alegando que las políticas económicas de Trump serán positivas. Olvidan que a Trump hay que tomarlo como un todo y que ante todo, es un nacionalista en un mundo globalizado. Esto se antepone a los principios de libre comercio y competencia que dinamizan la economía. Segundo, no es “exageración” melodramática que el racismo ha florecido bajo la retórica Trumpista: los niños latinos, con independencia de su ciudadanía, están siendo acosados en las escuelas con gritos de muros y de “vuelvan a su país”. Los musulmanes están viendo vandalizados sus lugares de oración. En lugares que no son los oasis cosmopolitas de las ciudades grandes y diversas, hablar inglés con acento se ha vuelto peligroso. Eso se antepone a las libertades, igualdades y dignidades humanas básicas que deberían de ser las premisas con las que discutimos los pros y contras de cualquier ideología. Y eso, no es normal.
*Lic. en Derecho de ESEN con maestría
en Políticas Públicas
de Georgetown University.
Columnista de El Diario de Hoy.
@crislopezg