Después de las intensas jornadas que marcaron las elecciones en Estados Unidos, me tomé algunos días de descanso en Nueva York. Con la tranquilidad de que los días más pesados ya habían pasado, pude disfrutar del ambiente otoñal, de la incipiente decoración navideña y de varios sitios interesantes que la ciudad ofrece para visitar.
En esos andares, muchas cosas me llamaron la atención. Una lo hizo especialmente y nada tiene que ver con lugares turísticos. Como bien es sabido, el tráfico es intenso en la ciudad que nunca duerme. Entre los rascacielos de Manhattan, las calles apenas dan abasto para el enorme parque vehicular. Y pese a esto, hay cierto orden. La policía, además, pone todos los medios para organizar un poco las cosas y hacer que se cumpla la ley.
Cuando un par de carros bloquearon una intersección poco antes de que cambiara a rojo el semáforo, un agente se acercó, ordenó a los conductores apartarse al carril derecho y les multó. A pocas cuadras de allí, en la famosa Park Avenue, en otro embotellamiento, una camioneta se detuvo sobre el paso de cebra. Los peatones, con todo derecho, reclamaron al conductor. Apareció un policía y le llamó fuertemente la atención (no estoy seguro si le impuso una multa).
Y no solo sucede en las horas pico. En otra ocasión, cerca de la medianoche, un transeúnte llamó a un taxi que iba en dirección opuesta. El taxista, ávido para no dejar pasar la oportunidad de un potencial cliente, dio la vuelta en U en una calle con doble línea amarilla. Quién sabe de dónde apareció una patrulla y le multó.
Esta rapidez y efectividad en la aplicación de la ley me recordó sobre la “Teoría de las ventanas rotas”. Rudolf Giuliani, alcalde de Nueva York entre 1994 y 2002, se apoyó en estas ideas para promover políticas de cero tolerancia contra el crimen. Él logró reducir la delincuencia en un 70 % y los asesinatos bajaron de 2 mil a 500 al año.
La teoría trata sobre el contagio de las conductas contrarias a la ley. En 1969, Philip Zimbardo, psicólogo de la Universidad de Stanford, decidió hacer un experimento. Quería ver qué ocurría al abandonar un vehículo con las placas arrancadas y las puertas abiertas, en las descuidadas calles del Bronx. A los pocos minutos, la gente comenzó a robar las partes del carro y a los tres días no quedaban cosas de valor. Después lo destrozaron.
La segunda parte del experimento consistió en dejar otro carro en similares condiciones en un barrio de clase alta de Palo Alto, California. Durante una semana no pasó nada y el vehículo seguía intacto, así que Zimbardo golpeó con un martillo la carrocería y las ventanas. Al cabo de pocas horas, el carro tuvo la misma suerte que aquel del Bronx.
Con base a este experimento, James Wilson y George Kelling teorizaron que si en un edificio aparece una ventana rota y no se arregla pronto, inmediatamente el resto de ventanas corren el mismo destino al ser destrozadas por vándalos. Quizás resulte divertido quebrarlas, pero la principal razón de este comportamiento es consecuencia del mensaje que se envía con el descuido: no hay nadie que cuide, mantenga o se preocupe por el edificio.
Por eso resulta importante mantener la ciudad limpia y un buen ornato, así como también castigar cualquier transgresión, por pequeña que sea. De lo contrario, se envía a la comunidad el mensaje que quebrantar la ley no tiene importancia y se contagian las conductas incivilizadas.
En El Salvador, las autoridades dejaron pasar una buena oportunidad para comenzar a crear una cultura de obediencia y respeto a las reglas.
El Plan Cero Tolerancia, a través del cual se podía enviar un mensaje claro a los ciudadanos, exigiéndoles el cumplimiento estricto de las leyes de tránsito, es un pufo. Todos los días, observo numerosas faltas de tránsito, muchas frente a las narices de policías que parecen fingir demencia o se quedan con los brazos cruzados.
La falta de certeza en el castigo e impunidad hacen de El Salvador un país en el que no da miedo romper las reglas, vivirlas a conveniencia o incluso ser delincuente.
*Periodista.
jaime.oriani@eldiariodehoy.com