Caída de telón

Fidel y Cuba se convirtieron en símbolos de una época. De una época tumultuosa, por cierto, hambrienta de esa clase de iconografía rebelde, vigorosa y soñadora, surcada por revoluciones triunfantes y utopías igualitarias.

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elsalvador.com

Por Federico Hernández Aguilar*

2016-11-29 6:52:00

Cuando Fidel Castro soltó el poder formal, en 2008, y lo delegó en su hermano Raúl, el líder de la Revolución Cubana era el tercer jefe de Estado más longevo del mundo, únicamente superado por el noveno Rama de Tailandia, el rey Bhumibol (fallecido también este año), y por la reina Isabel II de Inglaterra. Es llamativo que solo dos gobernantes, ambos monarcas, llegaran a acumular más edad que Fidel a la cabeza de sus respectivos países; sin embargo, para no ser menos en cuestiones dinásticas, el castrismo sí se cuidó de que su poder insular adquiriera ribetes de herencia familiar.

El legado de Fidel Castro está a la vista de quien quiera verlo. Cuba es una redundancia del aislamiento, tanto en lo político como en lo económico. Sus habitantes sufren intromisiones estatales a las que se han acostumbrado desde la infancia. La libertad de expresión está cercenada a límites que resultarían intolerables en cualquier otro país occidental. Los derechos humanos tienen una aplicabilidad selectiva y las cárceles rebozan de opositores, mientras en las calles se suda por la sobrevivencia diaria. Existen elecciones para que el partido único se entretenga en mover piezas, pero en la cima de la montaña nada cambia, como nada cambia tampoco en la llanura.

Esta es la Cuba que Fidel empezó a construir en 1959 y que sus fervorosos simpatizantes prefieren ignorar. Estos suelen recomponer la historia a partir de los niveles educativos y los logros en materia de salud pública que se han reconocido al castrismo. Les cuesta explicar, no obstante, por qué en otros países, incluso latinoamericanos, muchos de estos avances se han producido sin necesidad de encarcelar a los críticos o despojar a los ciudadanos del derecho a elegir libremente a sus gobernantes.

“A la hora de mencionar su gestión al frente del gobierno”, acaba de escribir el poeta Raúl Rivero, exconvicto del castrismo, “ya se sabe que los laboratorios de propaganda oficial hablarán de los éxitos de su trabajo en la educación y la salud pública. Y, otra vez, nada más se lo van a creer los extranjeros que no tienen que padecer el adoctrinamiento de sus hijos ni unos servicios médicos de buenos profesionales en medio de una infraestructura africana. Además, suele decir el humor cubano, uno no quiere pasarse la vida enfermo o estudiando”.

Pero es importante entender también que Fidel y Cuba se convirtieron en símbolos de una época. De una época tumultuosa, por cierto, hambrienta de esa clase de iconografía rebelde, vigorosa y soñadora, surcada por revoluciones triunfantes y utopías igualitarias. Castro personificó, por muchas razones, ese caudillismo redentor al que todos los agraviados del planeta podían acercarse para beber. Eran tiempos de ilusión que reclamaban discursos delirantes y una infatigable obnubilación ideológica. Fidel ofreció eso, en cantidades industriales, y nadie lo hizo mejor que él.

Por supuesto, durante los siguientes 57 años desde el triunfo de su revolución, el castrismo se fue apoderando de cada centímetro del territorio cubano para luego tratar de posesionarse de cada fibra corporal y anímica del propio ciudadano cubano. Y en más de un sentido lo consiguió.

Fidel execró la propiedad privada e implantó la semilla infértil de la subordinación al Estado. En paralelo instauraría un sistema educativo destinado a alfabetizar tanto la mente como la conciencia, y una verborrea histriónica destinada a exaltar la dignidad de un régimen “heroicamente” enfrentado a los más grandes poderes de la tierra. Ninguna utilería faltó en la escenificación de un mito que solo la historia sabrá poner en su justo lugar.

Dijo un periodista español, hace varias décadas, que con el azúcar, el café, el ron y el tabaco, Cuba era el país que había inventado la sobremesa. “Y el pecado mayor de Castro”, ha agregado recientemente el escritor Juan Manuel de Prada, “fue dejar al pueblo que inventó la sobremesa sin aperitivo siquiera”. (Dejemos, pues, caer el telón).
   

*Escritor y columnista 
de El Diario de Hoy