Ellos, que son expertos en acuñar eslóganes, han sido víctimas de sus mismas tácticas. Ahora nadie pone en duda que la izquierda política, en América Latina, ha fracasado.
Se ha malogrado porque, con excepción de Nicaragua, su aspiración de perpetuarse en el poder ha sido un fiasco; porque el paraíso de igualdad y justicia social que prometieron ha quedado en todo lo contrario: más desigualdad, más pobres y menos –pero más acaudalados– ricos, que han medrado desde posiciones políticas. Ha fracasado porque la promesa de erradicar la corrupción les ha estallado en la cara, y porque en lugar de mejorar sus países los han dividido socialmente mediante el odio, dejándolos en una situación social de caos y bancarrota.
Sin embargo, si el fracaso es patente, no queda tan claro que los fracasados sean de izquierda.
Caracterizar como tales a personajes tan dispares como Hugo Chávez, Lula y Evo Morales, ya era atrevido. Sin duda caímos en la comodidad de identificar como izquierdista a todo el que hablara contra el imperio y el neoliberalismo, y prometiera el fin de la exclusión y de la desigualdad. Más aún: ellos mismos presumían de serlo.
Si bien los límites entre izquierda y derecha se difuminan cada vez más a medida pasa el tiempo, esto no obsta para caracterizar a un gobierno como de izquierda si está convencido de que el Estado, como instrumento político de la sociedad (o de los “pobres”, pues en el fondo los “ricos” están excluidos de ser considerados como parte de la sociedad), debe garantizar que los ciudadanos tengan comida, salud, educación, vivienda, trabajo y seguridad. Y que, con vistas a esos objetivos, intente repartir la riqueza (que termina siendo un eufemismo para no decir que se trata de expropiar a los que tienen, para dárselo a los que no) de manera equitativa entre todos.
El fracaso es innegable, y para constatarlo basta comparar las pretensiones contra las realidades, reflejadas en las cifras e indicadores de desarrollo humano, acceso a salud y educación, crecimiento económico, personas en la pobreza, etc. Después del boom de las materias primas de principios de siglo, la caída fue brutal, porque sus economías no descansaban en riqueza verdadera, sino circunstancial.
Más allá de su autodenominación política, quienes han fracasado, comparten entre sí, y con los que ahora mandan en el pulgarcito, algunas características: el convencimiento de que van a permanecer indefinidamente en el poder; el desprecio a las leyes –empezando por la Constitución– y su intento de apoyarse en las que favorecen sus actuaciones, e ignorar las que las contrarían, sino de torcerlas a su favor; una capacidad asombrosa de gastar dinero de manera irreflexiva; el subsidio como herramienta clientelista; la manía de culpar siempre a otros de los fracasos propios; un discurso ambiguo en relación con los Estados Unidos: el “imperio” frente a sus correligionarios, un socio para el desarrollo cuando les conviene; el empeño de acaparar todas las instituciones estatales para adueñarse de todo el poder; la destructiva costumbre de colocar por méritos ideológicos o trayectoria partidaria, a personas en puestos clave para la marcha del país; una demagogia cantinflesca y contradictoria, y la utilización del “diálogo” como cortina de humo… y un largo etc.
Dicho lo dicho, si se piensan mejor las cosas, uno cae en cuenta de que las condiciones apuntadas, más que caracterizar a un gobierno como de izquierda, lo convierte en totalitario en los fines y populista en los modos. Por lo que, más que el fracaso de la izquierda como tal, estamos contemplando el colapso de gobiernos que intentaron el totalitarismo so capa de socialismo, usurpando la democracia y el Estado de derecho para su avieso empeño.
*Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare