Hace treinta años el país fue estremecido por los estertores de la tierra. Tal fue la magnitud del temblor, que casas y edificios enteros se derrumbaron desde sus cimientos. Muchas personas perdieron la vida, literalmente; muchas otras la perdieron simbólicamente al perder casi todos aquellos objetos materiales que les servían para atestiguar la vida que hasta entonces habían llevado. Puede ser que estos sean los que hayan sufrido más. Los seres humanos, dada nuestra capacidad para crear y usar conceptos, vivimos determinados por los significados que damos a los eventos que vivimos. No es el evento en sí el que origina el trauma, es el significado que nosotros le damos lo que genera impactos psicológicos. Esta regla funciona siempre, tanto para situaciones de éxito o de fracaso; tanto para eventos catastróficos como el terremoto o aparentemente nimios como recibir una mala mirada o comentario de alguien que es importante para nuestra autoestima. No es el punto determinar quién sufrió más, no se me malinterprete; para cada quien, su sufrimiento es siempre el más grande; eso es cierto y hay que respetarlo. El punto que quiero resaltar ahora es el hecho que el impacto psicológico de un evento no viene determinado por el evento mismo sino por el significado que nosotros conferimos a dicha situación.
La necesidad de atención psicológica posterior a la tragedia ha de haber sido acuciante y extendida. Los colegas psicólogos y psiquiatras no han de haber dado abasto para tanta demanda, pero me temo que el sistema de salud pública habrá hecho aguas para solventar tantas necesidades, poco preparados como estamos para atender masiva y primariamente la salud mental de la población. Todavía no hemos avanzado mucho en ese aspecto desde entonces, aunque los programas para enfrentar la situación de violencia que actualmente sufrimos nos haya obligado a mejorar tímidamente en este aspecto.
Yo estaba fuera del país cuando eso sucedió. Las noticias no viajaban a la vertiginosa velocidad con que son comunicadas en la actualidad y tampoco era generalizado el uso de los teléfonos celulares. Ciertamente no en la extensión con que ahora los gozamos, que llegan incluso al interior de los penales, cosa impensable en aquellas épocas. A medida que iba consiguiendo conocer más del sismo, mi angustia iba in crescendo. Colapsado el edificio Rubén Darío, herido de muerte el edificio del Externado de San José, grandes estragos en el Centro de Gobierno, etc. Mi casa, situada cerca del centro de San Salvador, quedaba justamente en el centro de ese círculo que se iba dibujando en mi mente. Suerte que mi formación académica ya me había premunido de herramientas suficientes de las cuales echar mano para enfrentar, solito mi alma como decía mi abuelita, la intranquilidad que me generaba no tener noticias ciertas de mi familia.
No creo en la necesidad de justificar la necesidad de colaborar con la salud mental de la población aportando cifras de lo que el Estado se ahorraría con una población mentalmente más sana, o lo que ganaríamos en creatividad y productividad si todos los salvadoreños fuéramos genuinamente felices, que no es otra cosa que gozar de salud mental. Desde esa perspectiva es que nos toca hacer énfasis en la necesidad de que le entremos en serio a los problemas de la falta de calidad en la educación, de la pobreza, de la proverbial impuntualidad, del imposible tráfico, de la mala atención en salud. “Lo primero es lo primero” es una de las máximas principales de uno de los programas mundiales más exitosos de Salud Mental: los Alcohólicos Anónimos. Creo que ya falta poco para que nuestra sociedad entienda que la salud mental es de los aspectos prioritarios que debemos atender. Lo demás se nos dará por añadidura.
Feliz día, colegas psicólogos.
*Sicólogo y colaborador de El Diario de Hoy.