El presidente Santos amaneció con la noticia de que le dieron el Nobel de la Paz por sus esfuerzos intentando poner fin a 52 años de conflicto con las FARC, el imperio ideológico de drogas y armas que le ha arrebatado al gobierno el monopolio del uso de la fuerza en gran parte del territorio colombiano. Lo positivo del Nobel es que le reconocerá al presidente el intento y podrá servir para incentivar la continuación de las negociaciones de paz. No necesariamente convencerá a la polarizada Colombia en la que triunfó el “no” en el referéndum que legitimaría los acuerdos de paz, y ojalá no vuelva inflexible al “sí” en lo que a continuar un diálogo respecta.
También es positivo que el Nobel de la Paz comience a rehabilitar su pésima imagen, dañada en gran parte por haber intentado convertirse en un premio a la popularidad y no al mérito. Ejemplo de lo anterior es que le dieron el premio al presidente Barack Obama, en el primer año de su administración, cuando lo único que había hecho era hablar de paz pero no forjarla. Su legado dejará cientos de civiles muertos en intervenciones de drones en el Medio Oriente, y un par de violaciones al debido proceso que desdicen de lo que el premio supuestamente significa. Santos por lo menos, algo de esfuerzo ha hecho, con independencia de los resultados desalentadores del referéndum.
La paz no necesita marketing. La quiere todo el mundo. Por eso muchos han tachado a los de la postura del “no” automáticamente de intransigencia, cuando dentro de sus posturas, hay varios detalles que vale la pena llevar al diálogo. Entre ellos, las concesiones políticas que se han hecho a las guerrillas, como la cuota garantizada de espacios en el cuerpo legislativo. El poder político es del pueblo para conceder, no del gobierno; es por eso que los espacios solo deberían garantizarse si cuentan con la legitimidad de una elección popular luego de una contienda electoral con diversas propuestas políticas en competencia. Se pueden señalar muchos defectos de los acuerdos de paz salvadoreños, pero la incorporación de las guerrillas a la esfera política sucedió por medio de la elección popular, revistiendo de legitimidad las victorias políticas de los ex-guerrilleros, otorgando un ejemplo digno de emular en el campo de la resolución de conflictos.
Si bien los del “no” tienen argumentos dignos de llevar al debate para continuar aportando insumos a un mejor acuerdo de paz, deben evitar la intransigencia que obstaculiza no sólo el acuerdo perfecto (que no existe) sino también los acuerdos posibles. Específicamente, en el caso de Uribe, el “no” y sus argumentos corren el riesgo de perder credibilidad si se usan como simple herramienta de bloqueo a Santos, o como una herramienta útil para el protagonismo político.
Lo que es un hecho es que la inacción sería dañina para todas las partes involucradas: el sí, el no, y las FARC, puesto que como bien señaló la organización WOLA (Washington Office on Latin America) hay procesos importantes como el desarme de las FARC, supervisado por la comunidad internacional, que estaban por iniciar y que los resultados del referéndum dejan en una suerte de limbo. Pocos incentivos pueden tener las FARC de continuar voluntariamente el desarme ya que sin la ratificación del acuerdo de paz, los guerrilleros mantienen intacto su estatus de fugitivos ante la ley.
Desde cualquier punto de vista, el proceso de paz colombiano merece la atención del mundo. No solo es la primera vez que se lleva a cabo una negociación de este tipo en un mundo interconectado y con tecnología que facilita la participación de muchas más partes que antes, su éxito o fracaso también podrían proveer aprendizaje que países como El Salvador podría aplicar a su estrategia para lidiar con las maras.
*Lic. en derecho de ESEN
con maestría en Políticas Públicas
de Georgetown University.
Columnista de El Diario de Hoy.
@crislopezg