“Como el amor después de una pelea, así una sonrisa después del llanto es de las mejores cosas que hace una mujer”. No soy meloso, ni me gusta ser sentimental, pero hay que reconocer que esta frase del escritor italiano Alessandro D’Avenia, esconde una gran verdad que va más allá de la literalidad de sus palabras: en la sonrisa sincera de una mujer, se puede encontrar consuelo y ánimo cuando las contrariedades y las tristezas parecen sobrepasar la capacidad para resistir a las adversidades.
Las madres son testimonio vivo de esta realidad. El bebé que llora y que solo calla sus gemidos cuando está en los brazos de su madre sonriente o el adolescente que se sabe comprendido cuando, con una sutil sonrisa, su mamá le hace saber que los dramas de la juventud se pueden tomar un tanto a la ligera, son manifestaciones de cómo ellas saben hacer del pequeño mundo de cada uno un lugar mejor.
Algunas mujeres merecen ser llamadas “madre” porque han sabido criar, acompañar y consolar a las personas, aun sin ningún parentesco.
Este fue el caso de la Madre Teresa de Calcuta, quien prácticamente vivió su vida no para sí, sino para los demás.
Por más 45 años atendió a pobres, enfermos, huérfanos y moribundos. Fundó en 1950 la orden de las Misioneras de la Caridad, cuyo carisma es trabajar por los más pobres de los pobres.
Un aspecto de su figura que expresa su personalidad auténtica, según cuenta Joaquín Navarro-Valls, quien fue portavoz de la Santa Sede durante buena parte del pontificado de Juan Pablo II y que conoció personalmente a la religiosa, era “esa sonrisa inocente, como de niño, que se encendía como una llama en una cara surcada por el tiempo”.
Teresa de Calcuta supo encontrar la felicidad intentando hacer felices a los demás. Y no era la simple felicidad del hombre sano. Su alegría tuvo raíces mucho más profundas, enraizadas en una creencia que no todos comprenden o comparten: su amor fecundo a Dios, que vio en el prójimo al amor de sus amores.
Cuando Navarro-Valls le preguntó por el sentido de su obrar, le dio una respuesta inolvidable: “Tratar de que las personas que han vivido maltratadas como bestias puedan morir como lo que son, como hijos de Dios, es decir: lavados, peinados, alimentados”. Esa afirmación esconde la riqueza interior de Teresa de Calcuta: una espiritualidad práctica, con una gran dedicación humana.
La grandeza de sus convicciones explica por qué cuando un periodista norteamericano le dijo que él no atendería ni por un millón de dólares a un enfermo con heridas hediondas, como lo hacía la religiosa, ella respondiera que “por un millón de dólares tampoco lo haría yo”.
Después de su muerte, se ha sabido que Teresa de Calcuta pasó momentos de dificultad y de aridez interior, un fenómeno conocido por la espiritualidad como “la oscuridad del alma”, en el que desaparecen los sentimientos que quizás motivaron en un inicio a tomar una decisión existencial.
“¿Se debe deducir entonces que su sonrisa, esa sonrisa que siempre vi en su cara, era falsa, que su elección de vida no era sentida, que su forma de vida era hipócrita?”, se pregunta Navarro-Valls. “No lo creo en absoluto. Ese lamento que dirigía a ese Dios que su sensibilidad se negaba a ‘sentir’, pone frente a la conciencia de cada uno cómo es áspero a veces el camino que conduce a la realización de la propia autenticidad”.
El Papa Francisco canoniza este domingo a Teresa de Calcuta, en el marco del Año de la Misericordia. Este es un ejemplo —independientemente de la fe que se profese o si se es creyente— de lo valioso de darse a los demás, pero, sobre todo, en palabras del exportavoz, es un testimonio “de quien ha seguido un ideal y que lo ha mantenido hasta la muerte, a pesar de no ‘sentir’ nada”.
*Periodista.
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