La profecía de Trinche

Hace muchos años la vida, en San Salvador, transcurría entre los extremos de golpes de Estado y apacibles atmósferas de lo doméstico y la quietud citadina.

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elsalvador.com

Por Rolando Monterrosa*

2016-09-03 8:42:00

Era un hombre de desajustado discurso y desarticulado gesto. Transitaba inmerso en íntimos mundos de población y geografía que solo a él privilegiaban con sus voces y paisajes.

Era un pintoresco enajenado capitalino de brazos tullidos, con solo tres dedos en cada mano, por lo cual le apodaban Trinche. Deambulaba por las calles de San Salvador, espantando terribles cosas imaginarias que veía gravitar a su alrededor: “¡Sché… sché.. jos de put…!”. Y agitaba con desesperación los brazos, angulados en los codos, tiesos, como tenazas de cangrejo, por encima de su desgreñada cabellera.

“¡Trinche!”, le gritaban los niños y él trocaba el tormento de sus furias imaginadas por el más cruel y real de los pequeños demonios de la ciudad a quienes les arrojaba piedras y maldiciones, mientras ellos, a distancia, le gritaban: “¡Trinche, Trinche, Trinche…!”. Todo esto ocurría en la época en que, del río Lempa, las mujeres sacaban cantaradas de agua fresca y limpia para venderlas a los pasajeros de buses que cruzaban el puente: “!La-güe-lempa-helada!”.

Yo era un niño entonces, pero nunca le llamé por su apodo, como tampoco a Cuervo ni a Te Pica la Culebra, conocidos personajes de aquellas calles, algunas aún empedradas, con el vicio esparcido en las aceras de la avenida Independencia dónde, en piezas a “orilla de calle”, viejas de quince a sesenta años, mercadeaban el primer pecado capital, según la cuenta de San Gregorio Magno.

Como el niño “sentiente”, del jesuita Zubiri, de quien nos atiborraban en una universidad local —el de la aprehensión espontánea, sensorial, del mundo que le rodea—, yo percibí que con Trinche íbamos a ser grandes amigos. A menudo se asomaba al zaguán de mi casa a pedir agua o sobras de comida, como también lo hacían otros mendicantes para quienes reservábamos un cumbo de latón, bien lavado, que alguna vez tuvo como huéspedes a melocotones en almíbar.

Solíamos sentarnos, con Trinche, en la acera, frente a mi casa, a hablar cándidamente del porqué los caballos no se suben a los árboles y cosas así, que solo interesan a los niños y a los locos o mirábamos pasar frente a nosotros los ruidosos buses Ansart y las soberbias limusinas Packard, Nash, Studebaker, sobre la 2a. Avenida Norte, entonces calle de Mejicanos, con tráfico en doble sentido. La relación me generó una franca empatía con esa dionisíaca personalidad que, desde aquellas fechas, me ha sido muy útil para sobrevivir socialmente en este país.

Un día, Trinche llevó un frasco de vidrio transparente, se inclinó sobre el arroyo cargado de aceite diésel que corría a lo largo de la cuneta, lo llenó con la turbia sustancia, lo alzó a la altura de sus ojos y, con tono de asombro, exclamó: “¡Mirá, vos, agarra color el bote!”. Y se puso a reír con risa gargajosa, de boca babosa, de encías desnudas, color rosa. Pronto el asombro dio paso al orgullo, a la vanidad del descubridor, porque como quiera que fuera, hube de admitir entonces, e incluso ahora, la simple lógica de que el frasco había adquirido el color del oscuro líquido. “Tenés razón,” le dije sin el menor ánimo de burla, “…agarra color el bote”.

Arrojemos una pizca de ficción al caldo, y digamos que Trinche durmió aquella noche bajo el Portal La Dalia, con placidez de niño cansado de jugar todo el día. A la mañana siguiente me contó haber soñado que una nube negra y maloliente se abatía sobre la ciudad y que, a medida que se extendía por todos lados, hacía llorar a la gente.

Ahora que me vienen a mientes estos recuerdos debo admitir que Trinche, sin sospecharlo, anunciaba en aquel momento no solo la agonía de las aguas limpias, sino también la pérdida de nuestra inocencia.

*Periodista.rolmonte@yahoo.com