Dos hombres gravemente enfermos compartían habitación en un hospital. Ambos permanecían acostados en sus camas, pero solo uno de ellos podía mantenerse sentado durante la mitad del día. Él tenía la ventaja de estar al lado de la única ventana de la habitación.
Su compañero, en cambio, pasaba siempre acostado sobre su espalda porque no podía moverse.
Todos los días, cuando el primer hombre se sentaba para ver la ventana justo después almuerzo, le describía todo lo que veía allá afuera. De este modo su compañero que estaba en cama podía “ver” a través de él todas las cosas.
La ventana colindaba con un enorme parque y un lago bellísimo. Los cisnes nadaban, los niños hacían barquitos de papel en el agua y todo era un hermoso paisaje en la distancia.
El hombre que miraba a la ventana describía todas las cosas con detalle, como si estuviera viviéndolo y su amigo, acostado sobre su espalda en aquella fría cama, imaginaba cada escena.
Los días pasaron y una mañana la enfermera entró a la habitación y vio que el hombre de la ventana había muerto, de la manera más pacífica mientras dormía.
Su compañero de habitación se quedó sumamente triste ante la noticia y pidió a los enfermeros que movieran su cama al lado de la ventana para ver aquellas cosas bonitas de las que le hablaban. Así lo hicieron y luego lo dejaron solo en el cuarto.
Una vez trató de levantarse apoyando sus codos con dificultad, hasta lograr ver por la ventana, pero su sorpresa fue que todo lo que vio era una enorme pared blanca.
De inmediato llamó a la enfermera y le preguntó desesperado: “¿Cómo pudo mi amigo ver todas esas cosas y hablarme de ello?”
Ella le respondió que su amigo estaba ciego y no era posible que hubiese visto todas aquellas cosas maravillosas y para reconfortarlo le dijo: ”Él simplemente quería animarte, porque no hay mejor cosa que otras personas quieran hacerte feliz, independientemente de sus propios problemas, porque cuando compartes la felicidad se duplica”.