Al fin llegamos al Parlamento de Budapest, un impresionante edificio gótico que vigila en silencio el recorrido del río Danubio. Es el final del “Tour de la era comunista” y nuestra guía nos habla de la Hungría de hoy, libre, democrática e independiente.
Cuando se retira la mayoría del grupo, tres de nosotros le preguntamos los retos de su país en la actualidad. Concretamente, nos dan curiosidad el nacionalismo radical y los movimientos de extrema derecha que aquejan a los húngaros.
Como en sus nostálgicas descripciones de los años del “estalinismo húngaro”, su mirada vuelve a revelar angustia y nos explica que este nacionalismo radical es el principal riesgo que enfrenta su país.
Y tiene mucha razón. El populista Movimiento por una Hungría Mejor (conocido como Jobbik), partido de ultraderecha de este país, fue fundado en 2004 y en solo doce años se ha convertido en la tercera fuerza política, corriendo sobre una plataforma de nacionalismo y desprecio al libre comercio y los migrantes, como la nefasta AfD en Alemania, o personajes como Marine Le Pen en Francia, Geert Wilders en Holanda o Nigel Farage en el Reino Unido.
Tal ha sido el éxito de los radicales que el partido oficialista Fidesz está adoptando cada vez más una plataforma de extrema derecha para lograr capturar a ese votante frustrado que coquetea con el neofascismo de Jobbik.
Y eso me parece lo más peligroso. Que estos movimientos no son solo radicales sino altamente contagiosos. Que su discurso fácil de consumir se multiplica a medida que crece la incertidumbre en una Europa confundida. Que ante la falta de ideas algunos líderes políticos prefieren ganarse apoyos identificando “enemigos comunes”, chivos expiatorios y presuntos culpables de todo lo que pueda imaginarse.
Y es que ya notaron que rivalizar a la gente es un atajo a las propuestas serias, a los planes de trabajo sensatos y a una verdadera gobernanza. Por tanto, ven en la migración -particularmente proveniente de Medio Oriente y el Norte de África- una buena excusa para esconder su incompetencia al frente del poder.
Nuestra guía nos dice con tristeza que la Hungría tolerante está en riesgo. Quizá no hoy o mañana, pero con esta pegajosa retórica pueden perder toda esa apertura que tanto les ha costado construir. Y está molesta, pues sus compatriotas parecen olvidar que hace años eran ellos quienes buscaban refugio en otras latitudes producto de la represión y la falta de oportunidades. No comprende cómo su país hoy que crece no abre sus puertas a quienes llegan pidiendo auxilio y que traen consigo intercambio, cooperación y diversidad: el verdadero éxito de occidente.
Aunque parece incómoda, ella decide ser optimista y espera que sea una oleada de razón y humanismo la que se imponga a las peligrosas ideas de Jobbik y a la cobarde indulgencia de Fidesz.
Tristemente, un día después compruebo la preocupación de nuestra guía. En ruta a Belgrado, mi siguiente destino, tuve que hacer una parada en el puesto fronterizo de Horgos, que divide a Serbia de Hungría. Ahí, a las puertas del espacio Schengen y de la tan ansiada zona europea, se ha erigido una pequeña aldea de improvisadas carpas.
Cientos de refugiados provenientes del Medio Oriente han quedado atrapados entre los puestos migratorios de estos dos países, viviendo en condiciones infrahumanas pero convencidos de que la esperanza de un mundo en libertad y prosperidad vale más que la certidumbre de volver al lugar donde las balas y la represión les esperan.
Veo a algunos de ellos desde la ventanilla del autobús y no encuentro las amenazas que pregona Jobbik y el miedo que ha llevado al gobierno húngaro a impedir su entrada. Veo a personas que, como la mayoría de migrantes del mundo, están deseosas de contribuir a formar mejores comunidades y poner a disposición sus talentos. Veo ese potencial de la migración: el intercambio y el dinamismo de la sociedad. Veo gente que ya debería estar viviendo en cualquier ciudad europea, recibida con brazos abiertos y la disposición de acogerlos y asumirlos como miembros productivos y colaboradores.
Lamentablemente, hay quienes desconfían de la humanidad, se dedican a rivalizar, le temen a esta diversidad y disfrazan sus abominaciones de izquierda o derecha. Y lo peor es que son quienes más ruido hacen y terminan contagiando a los demás.
*Columnista de El Diario de Hoy.