Si usted es de los que no sale a ningún lugar sin su celular, si duerme con él al lado y lo primero que hace al despertar es revisarlo, si lo mira inconsciente y automáticamente, si siente ansiedad o estrés cuando no puede contestar y no sabe quién lo llama, si lo revisa al hacer ejercicio, al ir al baño o a cualquier otro lado, es probable que padezca o esté cerca de padecer “nomofobia”: el miedo irracional a estar sin su teléfono celular.
El fenómeno -que deriva su nombre de una abreviación de la expresión en inglés “no-mobile-phone-phobia”- aunque todavía no se ha catalogado como un trastorno psicológico propiamente, como otras adicciones a las nuevas tecnologías, ya causa problemas y es tratado por profesionales. Si usted se siente así, la experiencia que recoge este artículo es para usted.
El estilo de vida actual implica estar conectados permanentemente a través de herramientas tecnológicas, lo que trae consigo un aumento de la dependencia a estos simpáticos aparatos -que otrora parecían radios a escala de los que andaban en la espalda los soldados de Vietnam- y que ahora -por haber alcanzado el tamaño del transmisor de Dick Tracy- los andamos con nosotros para todas partes, como si se tratara de una medalla milagrosa de la Virgen del Carmen.
Es necesario aclarar que si la dependencia al celular existe por razones estrictamente laborales, y la persona se desprende con facilidad del aparato en ambientes sociales o personales, no parecería haber un problema; pero si se desarrolla una “relación personal” -casi de noviazgo- con el teléfono, y lo apretuja constantemente más que a su pareja, es decir, si con el simple hecho de desconectarse de él en cualquier momento o lugar, presenta síntomas de nerviosismo o de ansiedad, siento decírselo: estamos frente a un caso de nomofobia.
Los síntomas se manifiestan de diversas formas: cambios de comportamiento o estados de ánimo, mayor facilidad para comunicarse por medio del chat que verbal y personalmente, irritabilidad o alteraciones en el sueño, sentir que vibra o timbra el aparato imaginariamente, no poder apagarlo ni ignorarlo en el cine, teatro, mientras se ejercita, en comidas o situaciones inapropiadas, y aprovechar cualquier momento para revisarlo o angustiarse más de la cuenta por el tiempo que queda de batería. Si a Ud. le pasa algo de lo anteriormente descrito, mejor se hubiera ido conmigo a Lima.
Estuve en Perú este mes de junio, iba de visita por 5 días, al inicio del segundo de los cuales ocurrió lo impensable a un nomofóbico no declarado como el suscrito: extravié el celular dejándolo en el taxi que me llevaba a mi reunión. Tan pronto como me baje del infame vehículo, me revisé absolutamente todas las bolsas que un hombre puede llevar consigo: pantalones, ataché, bolsas de camisa y saco, solo para descubrir y confirmar la terrible noticia: la extensión cibernética de mi persona, mi alter ego digital, había desparecido para siempre, tragado irremediablemente entre el psicodélico tráfico de esa ciudad de nueve millones de habitantes. Encontrar al taxista que se lo llevó era tan difícil como encontrar la fórmula que determina la cuadratura del círculo.
Al momento de realizar que me había quedado sin celular y encima en un país extraño, me dio el “soroche” (simpática expresión en Quechua para llamar al mareo). En mi mente se atropellaban las ideas, ¿qué iba ser sin celular por cinco días? ¿cómo iba a revisar el WhatsApp? ¿Cómo me iba a enterar en fracciones de segundo si explotaba una bomba en Turquía? ¿Cómo iba a actualizar mi perfil de Facebook con un selfie mío comiéndome una empanada? No puedo mentir: la idea del suicidio cruzó por mi mente.
Para mi sorpresa, el día pasó sin sobresaltos. Por la noche, me sumí en profundas cavilaciones, ¿era cierto eso que afirmaban los antiguos que se podía vivir sin celular? Eran tiempos en que se podía salir de la casa, bolsón a la espalda, con una pelota o una bicicleta, sin miedo a que en su ausencia recibiera esa llamada que no podía perder. En esos tiempos, salías y punto. Si alguien quería comunicarse contigo con urgencia, dejaba su número que era diligentemente anotado en una libretita de notas pegada al teléfono rojo de discado que había en tu sala, sobre un mantelito blanco circular bordado por tu abuelita. Al regreso correspondías. Ninguna guerra nuclear se desataba en el ínterin.
La experiencia de vivir sin celular por cinco días es propia de valientes, pero no les miento, valió la pena la desintoxicación. Para el quinto día, ya me estaba tomando tranquilamente un pisco sour, frente a la Plaza de Armas del Cuzco, leyendo la historia del descubrimiento de Machu Picchu, tan fresco como si el WhatsApp nunca hubiese existido.
*Abogado, máster en leyes.
@MaxMojica