Estamos a inicios del siglo pasado, a finales del siglo XIX más propiamente. El mundo lleva ya alrededor de un siglo considerando que un metro es igual a la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre. Como no cualquier hijo de vecino entendía cómo se comía eso, se elaboró el metro patrón de platino e iridio que quedó depositado en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, de París. Copias del mismo fueron distribuidas a las naciones. Muchos recordamos todavía cuando las sandías, pollos y papayas se vendían “por unidad” en el súper, independientemente del peso que tuvieran: ganaban los que compraban temprano pues escogerían la más grande, perdían los que debían comprar las más chicas pagando el mismo precio pagado por el que se llevó la más cholotona. Usted ahora compra el pollo rostizado por peso: paga lo que pesa el animal. Nadie sale herido, ni usted ni el comerciante. Las ventajas de las unidades de medida fueron evidentes para el mundo. “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio” canta Joan M. Serrat.
Eso, aplicado a la inteligencia, se lo debemos a Binet. Antes que él, lo que se medía e investigaba, además de aspectos físicos y fisiológicos, eran los tiempos de reacción (tiempo que tarda una persona en responder a un estímulo), la fortaleza, precisión y coordinación muscular, capacidad para discriminar estímulos visuales, auditivos, diferencias entre pesos y otra serie de medidas. F. Galton, investigador inglés que inició los estudios hereditarios sobre la inteligencia, es reconocido por su alto interés por la medición. En 1884, para la “Exposición Internacional de París”, montó un “Laboratorio Antropométrico” en el que por una pequeña suma de dinero, las personas podían obtener mediciones básicas de su cuerpo y de funciones sensorio motoras sencillas.
Recordemos que la medición objetiva del fenómeno es conditio sine qua non para la ciencia y la experimentación. Binet, junto a Henri otro psicólogo francés, se oponía a que se quisiera estimar la inteligencia de una persona con base en sus aptitudes sensoriales y motoras porque eso era lo que se podía medir. No es fácil medir el razonamiento y demás procesos mentales superiores, pero había que hacerlo si se quería investigar la inteligencia. En esos afanes estaba el hombre cuando le solicitaron una prueba para distinguir los niños que necesitarían de ayuda especial para aprender. Allí empieza un bien intencionado y fuerte movimiento por apoyar a aquellos que, por causas diversas, no pueden aprovechar de la misma manera que los demás la oferta educativa normal. Independiente a las buenas voluntades y oficios, había entonces niños que aprendían menos y más lentamente que los demás y que, además, olvidaban con rapidez lo poco que habían logrado aprender (“siempre habrá pobres entre ustedes”). Currícula y edificios especiales fueron los rasgos más distintivos de esta época segregacionista. La idea, en sí misma, no es mala, así funcionó durante casi todo nuestro siglo XX. Lamentablemente, fomentó la usanza vieja de aislar, casi esconder, a quienes sufrían retraso intelectual. El aislamiento social priva a los niños y niñas con carencias de muchas otras actividades, de índole social, que potencian su desarrollo como personas. Muchos centros, por otra parte, no implementaban tal especialización y ayudas educativas, sino que descuidaban y hasta abusaban de niños y niñas fácilmente manipulables y con incapacidades de juicio para defenderse por sí solos. Pero esto no es responsabilidad de la idea original sino de sus practicantes.
Llevo años administrando estas pruebas en la práctica profesional. Sé y me cuido de sus limitaciones, pero aprecio sus grandezas. Mal que les pese a sus detractores, muchos de ellos ignorantes o malintencionados, honestamente creo que debemos reconocimiento a aquellos iniciadores que con creatividad, paciencia y ciencia, lograron producir tan finos instrumentos que nos permiten hacer predicciones válidas del desempeño académico de las personas.
* Colaborador de El Diario de Hoy.