Ella, pongamos que se llamaba Carol , era más bien alta. Ojos verdes, piel blanca como nube en cielo de verano. Rostro lindo y retador enmarcado en una alborotada melena entre rubia y castaña. Como en la canción de Silvio Rodríguez, esta bella criatura era de breve cintura con un dejo de una pintura del viejo Chagall.
La mamá, estadounidense de nacimiento, ya no quería tener más hijos. Y menos una niña. Pero salió embarazada y ni modo. Como toda madre de aquella oligarquía de los años 50 del siglo pasado, fue a tener a la bebé a un hospital de Nueva York.
El padre, un patriarca de la oligarquía cafetalera salvadoreña, un hombre bueno pero como nacido para la tragedia, acompañó a su esposa. Pero en las vísperas del parto, le dieron una mala noticia. Su hermana querida había muerto en un violento accidente de tránsito en las afueras de París.
Don Constantino, llamémosle así, tomó un avión de urgencia para el viejo continente. Debía ir a recoger los restos mortales de su hermana. Cuando se dirigía hacia el lugar donde yacía el cadáver de aquella mujer sangre de su sangre, pasó algo terrible. Había alquilado un auto en el aeropuerto. Y quizá el jet lag, 12 horas de vuelo sobre el mar, o un destino trágico propició otro accidente mortal.
Nadie sabe, ni nadie supo, si se durmió unos segundos sobre el volante o si presionó ansioso el acelerador. Lo cierto es que el auto pegó con algo a la orilla de la carretera, dio varias vueltas sobre el pavimento hasta que se estrelló violento contra un peñón, y don Constantino falleció. Días después otro miembro de la familia fue recoger, no uno, sino dos cadáveres.
Mientras tanto en Nueva York, nació Carol, una cosita preciosa, de pelito rubio y mirada verde y curiosa. La madre no tuvo más remedio que asumirla. Al fin y al cabo era su hija. Pero nunca hubo entre ellas una relación normal y menos amorosa. Carol creció sin padre, casi sin madre y con mucho dinero.
A los 16 se escapó de su casa y se fue con un hombre. Un gringo aventurero, de esos de motocicleta modificada, pañoleta en la cabeza, cabello engominado y lentes oscuros. Nunca les faltó ni la cerveza ni la marihuana. Todavía resonaban en esos días el famoso lema de sexo, drogas y rock and roll. Y Carol, flor y nata de la oligarquía cafetalera, se lo tomó en serio.
Un día el gringo desapareció. Nadie sabe, ni nadie supo qué pasó con él. A Carol solo le quedó un fuerte olor a monte y un hijo en las entrañas. Regresó a su casa en San Salvador. El hijo nació pero lo crió la abuela. Carol lo quería, pero lo veía más bien como a un hermano chiquito que como un hijo.
El café seguía vendiéndose a buenos precios en los mercados internacionales y el dinero de la familia parecía no acabarse nunca. La madre de Carol compró más de 15 millones de dólares en joyas y los dejó en una caja fuerte en un banco de algún lugar de los Estados Unidos. Carol pasó de la marihuana y el alcohol a la cocaína, las anfetaminas, la heroína, el ácido lisérgico y cuanta cosa causara euforia y llenara el tremendo vacío que llevaba en el alma.
Pasado el tiempo, cuando tenía unos 24 años se casó con otro caballero de la nobleza. Un príncipe azul que también sufría del terrible mal de las adicciones. Nunca tomaba agua, solo whisky o cerveza importada. Había recorrido el mundo entero en busca de emociones fuertes y mujeres hermosas.
Las vidas del príncipe, también hijo privilegiado de la oligarquía, y de Carol se fusionaron en una permanente fiesta de sexo y drogas. Hasta que los caminos de estos seres que tenían todo y no encontraban nada se fueron separando cada vez más y más hasta que ambos tomaron rumbos contrarios. El príncipe sobrevivió para contarme esta historia. Carol, la flor de la oligarquía, fue hallada muerta un día solitaria en su mansión, asesinada por las drogas. (Esta historia es parte de la mi novela “El oligarca Rebelde”).
*Columnista de El Diario de Hoy