Lo que más asombra y deleita a los visitantes de países ordenados y civilizados –aunque se trate de una tautología, pues no se puede ser civilizado si no se es ordenado– es la belleza de los jardines públicos y privados, el esmero que pone la gente en embellecer con plantas y flores toda suerte de espacios, inclusive los que sólo sus creadores miran.
Pero hay un factor muy importante en esto: que solo el que tiene como suyo un jardín, una ventana donde poner plantas y flores, un arriate al lado de su vivienda que se preste para sembrar plantas, se tomará el trabajo de hacerlo.
De allí una de las características lamentables y repudiables de las sociedades regimentadas: como todo “es de todos pero de nadie”, ninguna persona se toma el trabajo y el tiempo para hacer y cuidar jardines.
Ese era el espectáculo en el Este europeo, el de las sociedades comunistas: en vez de jardines, inclusive pequeños espacios para sembrar flores, lo que existió fueron matorrales, chiribiscos que además eran basureros.
Es natural que después de un largo invierno, cuando toda la naturaleza se pone a hibernar, los árboles pierden su follaje y los días son muy cortos, al llegar la primavera hay un general regocijo y mucha gente en cada comunidad se aboca a formar jardines, desde los mínimos hasta los grandiosos.
Y es de esta actitud que casi todas las ciudades cuentan con parques públicos, desde el enorme parque central de Nueva York hasta los jardines del Boboli en Florencia, el Retiro de Madrid y el gran parque de Dublín entre muchos otros.
No está claro cuándo es que se “descubre” la naturaleza y el jardín como algo muy suyo, como una manifestación de belleza. Los egipcios formaron parques como parte del gran conjunto que rodeaba la esfinge en Gizah, cerca de El Cairo.
Y en la era nuestra el primero en descubrir el paisaje como una manifestación de la grandiosidad de montañas, valles, lejanas vistas, fue el gran poeta Francesco Petrarca, un consumado diplomático cuyos viajes, incluyendo una misión a Bohemia al palacio de Enrique, emperador romano, cerca de Praga, le obligaron a cruzar varias veces los Alpes.
La enseñanza debe proponerse
despertar amor por la naturaleza
A Dios gracias, es posible despertar en los niños y la población aprecio por la naturaleza, la vida silvestre, la fauna y flora de una nación.
Inculcar esa sensibilidad es parte de la buena enseñanza, pero no habrá buena enseñanza si los objetivos de la escuela son indoctrinar y alentar odios.
Es lógico. ¿Cómo puede un niño o un adolescente amar la vegetación, apreciar la simple belleza de las flores, ser sensible a la majestad de un árbol, cuando lo que se les enseña es a odiar, a estar en permanente conflicto con otros?
¿Y cómo se puede aprender a admirar jardines en una ciudad, como este San Salvador, que no los tiene y que además sus pocos espacios de verdor los usurpan en gran parte para las ocurrencias estatales como el Sitramss?
Es que muchos en esta tierra pasan por la vida con sus almas muertas, con sus ojos ciegos, sus orejas ensordecidas.
Cuando se llegue el momento del rescate nacional, recuperar la sensibilidad por las cosas hermosas, por la alegría, debe ser una aspiración general.
Cuando se llegue el momento del rescate nacional, recuperar la sensibilidad por las cosas hermosas, por la alegría, debe ser una aspiración general.