Hace unas semanas, en el Foro Internacional de Análisis Político (FIAP) organizado por Fusades, algunos de los más destacados politólogos de diferentes rincones del mundo elaboraron un diagnóstico poco alentador para nuestra región. En resumen, que nuestros partidos políticos cada vez pierden más relevancia como los vehículos para transformar demandas ciudadanas en propuestas de política pública.
Titanes de las ciencias sociales como Manuel Alcántara, Timothy Power o el centroamericano Kevin Casas coincidieron en que el auge de las nuevas tecnologías con las que se difunde instantáneamente la información, los crecientes escándalos de corrupción de todos los bandos del espectro político y una sofisticación en las demandas de la sociedad civil están a las puertas de poner en jaque a la política tradicional.
Tales discusiones me recordaron las providenciales enseñanzas de uno de los iconos mayores de la ciencia política moderna, el laureado Samuel Huntington, quien a finales de la década de los sesenta, en su Orden político en las sociedades en cambio, se aventuró a expresar las consecuencias de cuando en una sociedad las demandas políticas sobrepasan la apertura de espacios institucionalizados.
En el análisis de Huntington subyace una verdad clara y universal: la ciudadanía y sus aspiraciones se mueven siempre a una velocidad mucho mayor que la de la institucionalidad. Esto puede responder a factores propios de un sistema, que al final debe confinarse a las fronteras de lo posible -entiéndase negociaciones entre diferentes posturas-, pero también a la protección de élites políticas de sus privilegios tradicionales.
En el FIAP nos recordaron algo que ya sabíamos, incluso antes que Huntington nos lo explicara. Que en los círculos políticos existe el misoneísmo: el miedo a lo nuevo, a la evolución, a la reforma, y cuando se avizoran grandes transformaciones, estos harán lo posible para que sean estéticas y sutiles, al estilo del Gattopardo: “cambiar para que todo siga igual”.
Sin embargo, cada vez más hay algo que rompe esta tendencia a que los tomadores de decisiones estanquen los avances políticos, la sociedad civil. Los académicos y analistas resaltaron el rol de quienes nos encontramos del otro lado de la ecuación, desde oenegés, fundaciones, medios o cualquier plataforma de exigencia de políticas.
Nuestra presión constante por nuevos espacios abre grietas en las anquilosadas estructuras, no para debilitarlas sino para dotarlas de significado, legitimidad y credibilidad. Es gracias a estas “piedras en el zapato” del status quo que los sistemas políticos mutan y avanzan. Es gracias a que protestamos, debatimos o escribimos que se rompe el monopolio de los políticos sobre la política -excúsenme el juego de palabras- y la cosa pública se parece más a lo que deseamos y menos a lo que se negocia en mesas alejadas de la realidad.
Las conclusiones del FIAP son contundentes: si los partidos tradicionales no evolucionan, perderán relevancia y serán sustituidos por otros más modernos, con actitudes de transparencia y consistencia a principios en lugar de intereses oscuros. Si los ciudadanos continúan su pujanza constante, se puede derrotar a esa Hidra de corrupción, donde cae una cabeza y surgen múltiples más.
¿Qué significa eso para El Salvador? Seamos sinceros, nuestros partidos, aunque se encuentren blandiendo banderitas de colores diferentes, se parecen demasiado. Su defensa de ciertos principios se limita a lo coyunturalmente atractivo y sus actitudes ante la corrupción son muy similares: esta se condena cuando viene del contrario y se defiende cuando es del lado propio. Además, si de ellos dependiera, las grandes reformas en el país dormirían para siempre el sueño de los justos.
Por suerte, hay un monstruo ciudadano despertando. No uno que trae consigo destrucción y caos, sino disrupción de la política tradicional, exigencias sofisticadas y una demanda imparable por transparencia. Este monstruo les pasará factura.
Queridos partidos tradicionales, les recuerdo el viejo brindis irlandés que termina diciendo: “Ojalá permanezcas treinta minutos en el cielo antes que el diablo sepa que has muerto”. A quienes ahora disfrutan las mansas aguas del poder, prepárense para una ola que, con sus actitudes presentes, no podrán navegar.
O se actualizan o disfrutarán esa media hora antes que despertemos y sepamos que ya no nos representan.
*Columnista de El Diario de Hoy.