inguna ciudad del Viejo Mundo podía compararse con Tenochtitlan, ni en población ni en capacidad organizativa. Situada sobre islotes naturales y artificiales en medio de las aguas del lago Texcoco, la urbe era cruzada por tres grandes calzadas o avenidas, poseía medio centenar de templos un embarcadero desde el que podían entrar o salir más de 50 mil canoas al día desde una red de canales, con pasajeros, mercancías y tributos llegados desde diferentes rumbos de Mesoamérica. Además, las calzadas se comunicaban con tierra mediante puentes de madera, que eran retirados cada noche para asegurar que la ciudad permaneciera inexpugnable ante posibles asaltos de los múltiples pueblos enemigos de los aztecas.
Tenochtitlan contaba con dos acueductos de agua para bañarse y asear. Además, había sanitarios en casas, plazas, edificios de gobierno y caminos. Una masa de varios cientos de trabajadores se encargaba de recoger a diario las basuras y los excrementos, que eran conducidos en barcas fuera de la ciudad y convertidos en abono orgánico. El agua para beber se extraía de pozos o de forma directa en los ríos cercanos a la megaurbe, desde donde pasaba a ser guardada en tinajas de barro.
El pescado para consumo del emperador y su corte era llevado fresco, todos los días, gracias a un complejo sistema de corredores de posta, que iniciaban su recorrido desde la madrugada en las costas de Veracruz. Y abastecer a aquella masa poblacional de cientos de miles de personas no era una tarea logística fácil, por lo que había que tener mucho cuidado con la higiene en todo sentido. Aunque había múltiples tianguis por diversos rumbos de la ciudad, el mercado principal estaba situado en Tlatelolco, donde a diario se daban cita entre 20 y 30 mil personas, cifra que en los días de fiesta podía duplicarse. Ni Sevilla, Madrid, Cádiz o Barcelona poseían estructuras de comercio popular comparables en esos años.
De más está decir que las festividades marcadas por los dos calendarios en uso eran muchas y muy variadas, donde igual se podían engalanar flores, elevar cantos y presenciar sacrificios humanos de ciudadanos propios como de prisioneros capturados en batallas reales o en las teatralizaciones de las “guerras floridas”. Penachos de plumas, trajes, escudos, lanzas, macanas, espadas, todo resplandecía bajo el sol con sus galas multicolores, sus aspectos minerales y sus danzas rituales dedicadas a dioses temibles como Huitzilopochtli, Tezcatlipoca y otros, en un panteón politeísta donde también había espacio para el nuevo culto del Tloquenahuaque, el “Señor de cerca y de junto”, un dios invisible y único, creador y formador. Los albores del monoteísmo comenzaban a marcarse en aquellos años del primer cuarto del siglo XVI de la era cristiana.
Tenochtitlan fundamentaba su organización social, económica, política y militar en sus cuatro barrios o calpullis. Ellos eran el fundamento de su identidad y de su trabajo colectivo, en el cual era fundamental mantener la estructura de organización urbana previamente trazada. Ninguna construcción podía realizarse sin la vigilancia del planificador calmimilócatl, de la misma manera en que ninguna decisión político-militar podía tomarse sin antes contar con el consejo decisivo del coacíhuatl, “la mujer-serpiente”, el máximo consejero del emperador, que en su trabajo debía contar con la astucia reptiliana y la inteligencia femenina.
Diez meses después de haber embarcado en Cuba, atravesado tierra y hecho alianzas estratégicas con los tlaxcaltecas y otros pueblos opuestos a los aztecas, Hernán Cortés y sus tropas llegaron a Tenochtitlan el 8 de noviembre de 1519. Moctezuma salió a su encuentro por la calzada del oriente, pues era el rumbo desde el que la leyenda decía que el dios blanco y civilizador Quetzalcóatl (“La serpiente con plumas de quetzal”) regresaría. Pronto, tanto el monarca como su gente cayeron en la cuenta de que aquellos montados a caballo y enfundados en pesadas armaduras sangraban y eran tan humanos como ellos mismos.
Al apresar a la nobleza azteca, Cortés y sus lugartenientes se dedicaron a asentar su base de operaciones en el Palacio de Axayácatl, donde comenzaron a reunir un fabuloso botín de oro, piedras preciosas, plumas y muchas cosas más. Todo junto equivalía a unos 700 mil pesos, unas 15 veces lo que costaba el financiamiento completo de cualquier empresa de exploración y conquista hacia las Indias Occidentales. Con sus dirigentes capturados, las tropas mexicas estaban en calma, pero esperaban el momento propicio para actuar.
Entre mayo y junio de 1520, Cortés marchó hacia Veracruz para derrotar la invasión militar enviada contra él desde Cuba por el gobernador Diego Velásquez, quien confió aquella misión a Pánfilo de Narváez. Tras herir a Narváez e integrar a los sobrevivientes de la batalla a sus propias filas, Cortés regresó con urgencia a Tenochtitlan, donde las cosas no marchaban nada bien. De paso, se llevó consigo a un africano infectado de Variola virus. Pronto, la viruela encontraría fácil alojamiento en miles de cuerpos indefensos y se haría pandémica.
En una descabellada acción, el capitán Pedro de Alvarado y Contreras ordenó que sus tropas cercaran y asesinaran a centenares de personas reunidas en el patio del Templo Mayor para la fiesta dedicada a Tezcatlipoca, en el mes Tóxcatl, festividad autorizada por el propio Alvarado y Contreras como regente de la ciudad imperial. Mientras danzaban y cantaban, entre flores e inciensos, los españoles se lanzaron al asalto y con sus cuchillos y espadas de hierro toledano asesinaron a un estimado de medio millar de hombres, mujeres y niños. La reacción del pueblo tenochca también fue brutal y dejó por tierra a decenas de soldados españoles y de sus auxiliares tlaxcaltecas. Una de sus principales víctimas fue el propio Moctezuma, que murió debido a las heridas que le produjeron dos grandes piedras lanzadas contra él al momento en que se dirigía a su pueblo para calmar los ánimos. Cortés y sus militares se dieron cuenta de que era el momento de salir de aquella trampa mortal que era un palacio sitiado dentro de una ciudad rodeada por un amplio y profundo lago.
Entre el 30 de junio y el 1 de julio de 1520, cerca de 2 mil españoles y 10 mil tlaxcatlecas trataron de salir de Tenochtitlan, en medio de una dura batalla. Cientos de ellos quedaron muertos sobre las calzadas o se vieron hundidos en los canales con sus cabalgaduras, cañones, armas de infantería y frutos del pillaje. La leyenda dice que Pedro de Alvarado y Contreras salvó su vida en aquella “noche triste” gracias a haber hecho un salto de pértiga con su propia lanza. Falsa o verdadera, esa escena revela lo que haría el capitán extremeño en varias ocasiones de su futura trayectoria militar: provocar acciones y buscar grandes recompensas, cuando no salvar la existencia en detrimento de otras.