“Seguro que fue un sueño”, insistían los oficiales. “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz”, escribe Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, la célebre obra considerada la quintaesencia del realismo mágico, ese género literario que narra situaciones mágico-fantásticas con un deje de perfecta normalidad.
La frase me venía a la memoria porque, en efecto, en este país vivimos situaciones dignas del realismo mágico. Pasamos por escenarios que en muchas partes del mundo civilizado habrían conllevado la renuncia o destitución de muchos funcionarios públicos o líderes políticos, por la simple y sencilla razón de que no cumplen adecuadamente con su trabajo.
La verdad es que aquí, como en Macondo, en sentido amplio se puede decir que “nunca pasa nada”, y que precisamente por eso “somos un pueblo feliz”; un pueblo en el que bastantes personajes se acurrucan en la trinchera del poder, y cuando se les ponen las cosas difíciles, simplemente niegan que pase lo que sucede.
Son los mismos que hacen del cargo un parapeto, para escudarse de la crítica de los medios de comunicación y de sus enemigos políticos, e incluso de su propia ineptitud y falta de eficacia para hacer un trabajo medianamente decente.
Pero también los ciudadanos compartimos ese extraño gusto por lo absurdo: nos tragamos situaciones como la del anuncio de puesta en marcha de medidas extraordinarias para combatir la delincuencia, e inmediatamente las “convertimos” en estado de sitio o ley marcial y discutimos acaloradamente sobre ello. Escuchamos impávidos decir al ministro de Hacienda que las arcas del Estado están vacías, y que por eso necesitan echar mano de los ahorros de la gente, y nos quedamos tan campantes. Vemos cómo se llevan a juicio a expresidentes y exfuncionarios, y en lugar de esperar el resultado de las acciones judiciales, inmediatamente les colocamos el sambenito y damos por descontado que son culpables de todo –y más- de lo que se les acusa, simple y llanamente por pertenecer a un partido político determinado.
Bastantes, demasiados, aplican a raja tabla aquello de que “lo conquistado no se entrega”, y jamás dimiten. Saben que si aguantan el vendaval de críticas, si esperan la próxima fecha de vacaciones (que hace que todo el mundo se olvide de los escándalos y se ocupe preferentemente de cómo va a pasar las fiestas), si soportan estólidamente el papel de chivo expiatorio y hazmerreír en las redes sociales y en los pasillos de las empresas y oficinas públicas, tienen el cargo asegurado para muchos años; principalmente en una sociedad como la nuestra, en la que tranquilizamos la conciencia colectiva “linchando” al desafortunado de turno sepultándolo bajo pulgares hacia abajo, haciendo chistes (porque si algo sabemos hacer bien es reír para no llorar), y peleándonos a gritos (reales o metafóricos) con trasnochados insultos ideológicos.
Enfrentamos nuestra realidad con una mezcla perfecta para que los escándalos duren hasta que se destape el siguiente: entre el afán generalizado de novedades, el hambre de titulares de los medios de comunicación y la cortísima memoria histórica de que hacemos gala; cualquier político, cualquier funcionario, cualquiera que haya protagonizado un escándalo, a quien se le haya destapado una olla de corrupción, tiene asegurado el perdón y olvido.
No es que en estas tierras después de la tormenta llegue la calma, es que estamos todos los días de tormenta en tormenta, de escándalo en escándalo. Tanto que, si no fuera porque cada podredumbre personal es explotada por unos en contra de sus rivales ideológicos, quizá hasta el gusto por el chisme y la maledicencia habríamos perdido. Bienvenidos a Macondo, aquí nunca pasa nada…
* Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare