Una de las tácticas más viejas para mantener el apoyo y la cohesión de un grupo, es identificar un enemigo. Si se tiene invocarlo a cada momento. Y si no, pues hay que inventarse uno. Tener un enemigo, real o imaginario, también es útil para llamar o desviar la atención, según la necesidad.
La historia nos da ejemplos. El más conocido, por la tragedia que provocó, fue el de los nazis cuando declararon a los judíos como enemigos de la raza aria. Hitler no dejó nunca de invocar “el veneno judío” para ganar adeptos y justificar sus guerras expansionistas. Al final el discurso se transformó en la muerte de millones de personas.
Los judíos nunca hicieron ningún daño al pueblo alemán. Salvo su fidelidad a sus milenarias tradiciones seculares y sobre todo religiosas, su integración, aportes en todos los campos y su lealtad a Alemania era total. Declararlos enemigos, solo sirvió a los nazis para sus perversos propósitos.
No todos los casos de construcción de enemigos que registra la historia terminaron en una tragedia tan espantosa como lo ocurrido en los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo han servido para mantener un discurso que justifique la permanencia de una dictadura en un país o de una cúpula en un partido, o, como decía, para llamar o desviar la atención según el caso.
El pensador y novelista italiano Humberto Eco, va más allá. Dice en un ensayo que todo el mundo necesita tener un enemigo: los países, los sistemas e incluso cada uno de nosotros. El enemigo es una figura imprescindible, dice Eco, un antagonista que nos permite definir nuestra identidad y medir nuestro sistema.
Estoy parcialmente de acuerdo. En mi caso, y estoy seguro que de la mayoría de personas, no necesito enemigos para definir mi identidad. Pero sí creo que ciertos gobiernos y sistemas sí. Algunos ya los tienen otros se los inventan. Estados Unidos, por ejemplo, encontró en la Unión Soviética, por años, al enemigo perfecto. El “Imperio del mal”, como lo llamó el presidente Ronald Reagan era el antagonista exacto. Una vez desapareció, el mundo parecía un ring con un solo boxeador.
Hasta que apareció Bin Laden y su grupo. Al Qaeda e Isis, no son tan sofisticados como lo fue la Unión Soviética pero algo es algo. Hugo Chávez y Nicolás Maduro, hicieron todo lo posible por hacer del “imperialismo yanqui” a su antagonista. Si a Cuba le iba bien con ese discurso, pues a ellos les iría igual. Pero lo cierto es que Estados Unidos nunca tomó en serio a Chávez y mucho menos a Maduro.
En el Salvador alguien se inventó la frase “La derecha ligárquica”, para referirse al partido ARENA y al grupo de empresarios más tradicional del país. La ocurrencia evoca a la vieja oligarquía cafetalera, las míticas 14 familias, un grupo que tuvo una fuerte influencia política en décadas pasadas.
Pero El Salvador dejó de ser una potencia mundial en exportación de café hace más de 40 años. Y de aquellas familias ligadas a su cultivo en gran escala, no quedan más que unos cuantos apellidos sin la influencia que en su momento tuvieron. Los grupos que surgieron como la nueva élite entre los setenta y la actualidad ya poco o nada tienen qué ver con el café.
Esta relativamente nueva generación de grandes empresarios está enfocada en áreas de negocios que demandan dos cosas: empleados altamente cualificados y bien pagados y un mayor poder adquisitivo de la población para poder vender los bienes y servicios que producen. Sin embargo el partido oficial, sus aliados y sus “analistas” siguen hablando de derecha oligárquica más en alusión a la vieja oligarquía cafetalera que a estos nuevos grupos.
Ciertamente ya no se habla de la oligarquía a secas, porque la cúpula del FMLN es, a juzgar por patrimonios y negocios públicos, una oligarquía. Sería algo así como la izquierda oligárquica. Como sea, la ocurrencia seguirá siendo utilizada para darle alguna vigencia al viejo y gastado discurso revolucionario o para desviar la atención sobre pecados muy evidentes.
* Columnista de El Diario de Hoy. marvingaleasp@hotmail.com