Mucho cambió en nuestro país y el mundo desde los aciagos años de los Ochenta, período convulso que ha desembocado en los horrores de la actualidad, desde las imparables carnicerías y conflictos del Medio Oriente, hasta el surgimiento de peores despotismos y servidumbre que los previos.
Monseñor Romero tuvo, en los últimos meses de su vida, dudas sobre lo que se avecinaba sobre el país, como sobre el papel que debían asumir sus líderes, tanto en lo religioso como en lo intelectual. La postura extremista de la izquierda roja vaticinaba una inminente conflagración.
Lo que recién había sucedido en Nicaragua con el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro, un opositor de siempre al régimen autoritario de los Somoza, anticipaba lo que sucedería en El Salvador: un desborde de la violencia, el sacrificio de incontables jóvenes e ilusos que luchaban por quimeras, la destrucción de nuestro futuro y, eventualmente, la entronización de la barbarie en su peor modalidad, la del caite, la ignorancia y la corrupción.
Los idealistas luchan por aspiraciones que hilvanan en sus mentes y sus almas pero que no encajan necesariamente con lo que son las realidades de una época y un pueblo. Y en los años Setenta las juventudes y parte de la intelectualidad estaban engañadas por fantasías, sin darse cuenta de que una cosa es la prédica y los espejismos y otra son las crudas realidades.
Mucho del mundo de aquel entonces creía en la promesa del comunismo, en los paraísos imaginarios de obreros y campesinos, en la supuesta liberalización que los regímenes centralizados ofrecían a sus pueblos.
El Muro de Berlín no se había derrumbado y la propuesta de la sociedad sin clases, justa y fructífera, había tomado arraigo en el alma y la mente de muchos…
Romero habría rechazado la violencia y corrupción actuales
El Salvador de entonces estaba en crisis a causa de la agitación y el sabotaje de movimientos alimentados desde Cuba y el bloque soviético, como por la intromisión de otras influencias en el área, lo que condujo a un cuartelazo y la entrega del país a individuos sin moral ni capacidad pero con poder militar. Y en ese escenario le tocó actuar a Monseñor Romero, un hombre de paz que por las circunstancias no acabó de desmadejar la siniestra conjura que se estaba montando y que ha desembocado en el despotismo y la corrupción del presente.
Romero comenzó a cuestionar los eventos y la promesa que se planteaba, pues era obvio que una figura de fe, con ideales y principios, no iba a encajar con un proyecto totalitario.
Los despotismos, sean de la naturaleza que sean, rechazan la fe y los buenos principios, pues en ellos está la raíz de su destrucción. Y para todos es inconcebible la coexistencia de dictaduras y hombres libres que se rigen por principios morales y la razón. El ahora Beato no iba a renunciar a lo que es la esencia de la doctrina cristiana y de las sociedades libres, pues equivalía además a abjurar de sus votos sacerdotales.
Romero habría rechazado la violencia y la corrupción de hoy, como lo hizo con la violencia y la corrupción de aquellos años, con el agregado de que los extremos de barbarie en que se ha desembocado eran inimaginables entonces.