Revoluciones cíclicas

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Unidos en una oración, el plantel metapaneco en plegaria. Metapán tiene la gran posibilidad histórica de ser el primer tetracampéon de forma consecutiva. foto edh / René Quintanilla

Por Por Max Mojica**Abogado, Master en Leyes.

2015-05-21 12:00:00

Lo “revolucionario” ha sido siempre sinónimo de novedoso, moderno, de cambio, de rompimiento con el pasado, pero si hay algo que no reviste ningún sentido de novedad, son las revoluciones. Durante el Renacimiento, los italianos acuñaron el término “revolución” refiriéndose a la idea de un cambio súbito y casi siempre violento, de un sistema de gobierno.

El término fue conceptualizado en el Renacimiento, pero la historia siempre las ha conocido. Platón y Aristóteles hablaron de los cambios de gobierno que sucedieron en las ciudades-estado griegas y jónicas, y analizaron las transformaciones que sufrían regímenes cuando pasaban de la aristocracia a la tiranía, de tiranías a democracia y viceversa. No sólo los griegos vivieron sus revoluciones, los romanos vivieron la fundación de su república como resultado de una revolución contra los reyes etruscos, la cual, eventualmente, experimentó su propia revolución para convertirse en imperio.

Lo que ha sucedido con todas las revoluciones que la historia ha conocido, es que se han reducido a un simple ejercicio que consiste en arrebatar el poder a unos hombres para entregárselo a otros, teniendo como resultado que los “revolucionarios”, eventualmente, acaban poniéndose las ropas del tirano que depusieron.

El concepto de “Revolución” –así, con mayúscula– fue resultado de la Ilustración y es percibida a partir de ahí como el camino hacia el Estado omnipotente, lo cual constituye una utopía basada en la ilimitada fe en el progreso de los hombres. La Revolución Francesa fue la primera en la historia que pretendió construir una nueva sociedad y un hombre nuevo. Pero la euforia generada por la Declaración de los Derechos Humanos, la instauración de la República, el culto a la Diosa Razón y el lema “libertad, igualdad y fraternidad” terminaron instaurando un terror más allá de cualquier represión que Francia hubiese conocido bajo la monarquía, finalizando luego en la instauración de un nuevo tirano: Napoleón, quien no se contentó con ser Rey, sino que por su propia mano se coronó Emperador.

Fue Karl Marx quien le dio al concepto “revolución” su sentido actual. En el Manifiesto del Partido Comunista, él y Friedrich Engels establecieron que en la evolución de la sociedad, la burguesía, conceptualizada como clase dominante capitalista, había obtenido el poder mediante la violencia de la Revolución Francesa y que, a su debido tiempo, esta clase sería derrotada de la misma manera, por medio de la revolución social que instalaría la dictadura del proletariado. Libres de la explotación de sus amos capitalistas, los trabajadores podrían desarrollar un sistema de producción más justo que estuviera a su servicio. La revolución proletaria le daría lugar entonces a una genuina utopía.

Desde entonces y durante casi la totalidad del Siglo XX, prevaleció la concepción utópica de las revoluciones como generadoras de la supresión de clases y la instauración de la dictadura del proletariado. Todas ellas constituyeron sangrientos experimentos para los países en donde fueron implementados, siendo las más conocidas la rusa, china y la cubana, todas ellas con el fin de deponer a los gobernantes que reunían en sí mismos todo el poder político y económico de esos entonces, solo para terminar convirtiéndose ellas mismas en un producto peor del que pretendieron sustituir, dándole a los pueblos en donde las revoluciones de inspiración marxista triunfaron, no sólo una nueva élite de brutales gobernantes que impusieron un frenético culto a la personalidad de sus líderes como el caso de Chávez y Castro, sino además oronaron a sus pueblos con supresión de sus libertades individuales, escasez crónica de bienes de consumo, colectivización de la economía y persecución política de aquellos que se atrevieron a protestar contra el régimen.

La historia nos ha demostrado, casi sin excepción, que las revoluciones inician con esa inocente ilusión de buscar un cambio social para el bien de todos, pero terminan siendo eventos trágicos, sangrientos y lo que es peor, innecesarios. En El Salvador tuvimos nuestra propia y trágica revolución inspirada en principios marxistas, que nos costó más de cien mil muertes, familias separadas, migraciones masivas, sector productivo diezmado, agricultura destruida, surgimiento de maras, y ahora, a quince años después de la firma de los Acuerdos de Paz, vemos cómo partidos políticos aspiran al control absoluto de la nación, se reparten cargos administrativos mediante acuerdos poco transparentes, ejecutan elecciones con dudosos resultados y se resisten al equilibrio republicano de poderes, todo lo cual nos hace preguntamos ¿para qué sirvió entonces la guerra civil? ¿Fue acaso solamente un sangriento ejercicio para que el poder pasara de manos de unas personas a otras para continuar con los mismos vicios del pasado? Aparentemente en eso terminó todo: un mero y cosmético cambio de color político de los gobernantes, nuevo gobierno, viejos vicios; eso sí, hay una piedra en el zapato: los salvadoreños ya despertamos y lo conquistado no se entrega, la democracia llegó a El Salvador y llegó para quedarse, ya no queremos seguir siendo esclavos con diferentes amos.