¿Por qué se van?

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Por Por William Pleitez*

2014-07-28 5:00:00

Si el desarrollo humano plantea que la riqueza principal de un país está en su gente, la emigración podría verse como su antítesis o como una hemorragia de desarrollo humano. Y es que, en efecto, la migración internacional da lugar a que buena parte de la población de nuestros países busque una mejor suerte en otros lugares. Producto de ello, las familias se dividen y las comunidades se desarticulan, con tal de enviar a sus miembros más aventajados al encuentro del destino en una supuesta tierra prometida.

En el caso de El Salvador, estudios realizados en diferentes momentos por entidades como el PNUD, el Banco Mundial y el BID proporcionan evidencia alarmante sobre el fuerte impacto negativo que están ocasionando las migraciones internacionales. Durante las tres últimas décadas, el país ha perdido más de la cuarta parte de su población (60% jóvenes entre 15 y 30 años), a tal punto que de cada tres personas que consiguieron emplearse, dos lo lograron afuera. También ha perdido a más del 30% de sus graduados universitarios. Además, a nivel consolidado, las pérdidas potenciales asociadas a los flujos migratorios se estiman en cerca del 7% del PIB por año.

Ante estos datos, la pregunta que inmediatamente surge es: ¿Por qué gente joven y emprendedora, y desde hace bastante tiempo también niños, que tendrían que haber formado las bases de las generaciones productivas venideras siguen emigrando, pese a los enormes riesgos que tienen que pasar en términos de robos, asaltos, violaciones y hasta de la pérdida de la vida? O de manera más simple: ¿Por qué se van? Las respuestas no son únicas y en el caso de El Salvador han venido cambiando con el curso del tiempo.

Las estadísticas demográficas muestran que durante la década de los setenta del siglo pasado, que es cuando inicia la ola migratoria que todavía persiste, salieron casi 290,000 personas, en su mayoría jóvenes, que se sentían amenazados debido al recrudecimiento de la represión de parte de los gobiernos militares de turno y a las señales cada vez más evidentes del conflicto armado que se avecinaba.

En la década de los ochenta el número de emigrantes superó las 540,000 personas, influenciadas principalmente por el riesgo de perder la vida derivado del estallido del conflicto armado, como lo evidencia el hecho que los municipios que ahora reportan mayores porcentajes de hogares que reciben remesas, coinciden con aquellos en los que la guerra tuvo su principal teatro de operaciones. En esta década, sin embargo, las razones para emigrar se ampliaron. Comenzaron a darse a pequeña escala casos de reunificación familiar. Aumentó el número de jóvenes que al no ver mayores oportunidades laborales en el país y ante el entusiasmo que generaba la proliferación de noticias de éxito sobre familiares y amigos que les habían antecedido en la empresa de la emigración optaron por emularles.

Desde entonces, también comenzaron a jugar un papel muy importante las redes familiares y comunitarias establecidas, las cuales no solamente proporcionan información a los emigrantes potenciales sobre las marcadas diferencias que existen entre El Salvador y los sitios de destino en cuanto a oportunidades laborales y de remuneración, sino que también les ofrecen acogida temporal y contactos para la obtención de los primeros empleos.

Producto de la incidencia creciente de estos nuevos factores explicativos, durante la década de los noventa el flujo migratorio se elevó a más de 630,000 personas, pese a tratarse de un período en el que se ejecutaron con éxito los Acuerdos de Paz, se registraron altas tasas de crecimiento económico y aumentaron las oportunidades de empleo.

Además, de manera silenciosa, una nueva causa para emigrar, provocada por las mismas migraciones, se estaba inoculando: el aumento de los niveles de violencia, fenómeno muy relacionado con el debilitamiento de la institución familiar y de las relaciones comunitarias, así como con la creciente deportación de jóvenes con antecedentes penales y vinculados a organizaciones pandilleriles. Esto, unido a que el país dejó de crecer a tasas aceptables y a que apenas genera la cuarta parte de los empleos dignos que necesita, ha dado lugar a que durante los trece años transcurridos del presente siglo, el tamaño del flujo migratorio se mantenga en más de 60,000 personas por año.

Para romper con el círculo vicioso instalado, la necesidad de un nuevo modelo de desarrollo que permita elevar sustancialmente las tasas de crecimiento económico y la generación de empleo es indispensable.

*Economista jefe del PNUD.