La usurpación de los conceptos

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Lista la Copa América de Playa

Por Por René Fortín Magaña*

2014-01-02 5:00:00

La palabra “revolucionario” tiene tal timbre de sobrevaloración que son muchos los que quieren apropiársela. Por ejemplo: ¿Quién dice que revolucionario es sinónimo de marxista-leninista? ¿Por qué ser comunista es ser revolucionario? ¿Nadie más puede serlo?

Estamos frente a una gran estafa. Y todos aquellos que reivindican para su horizonte ideológico la lucha tenaz por un mundo mejor, rechazan con razón la autoproclamación de los beneficiarios de la nomenklatura de ser ellos los exclusivos abanderados del progreso.

Pongamos las cosas en su puesto para que nadie que también se crea revolucionario se sienta disminuido ni contrario al avance de la historia por el solo hecho de incluir en su credo el disfrute de la libertad y del derecho.

En primer lugar, la revolución no es un fin en sí misma, sino un medio de carácter instrumental, entre otros, para cambiar súbita y radicalmente las cosas. Limitándonos al campo político y social, por ejemplo, cuando un poder espurio y retrógrado se instala en un país, es revolucionario el movimiento colectivo que insurge, como ocurrió en abril y mayo de 1944 en nuestro país, para derrocar la dictadura y entronizar la democracia. Dicho movimiento buscaba un cambio cualitativo, dirigido no sólo contra los abusos del gobernante, sino contra los usos de un régimen espurio. Dicho movimiento, sin embargo, con ser revolucionario, no era marxista leninista.

En segundo lugar, la revolución no tiene por qué ser siempre cruenta y destructiva del tejido social. Los grandes revolucionarios de la humanidad no necesitaron ocasionar baños de sangre para cambiar el rumbo de la historia. Tenemos preclaros ejemplos: Nicolás Copérnico (1473-1543) al contradecir el sistema astronómico de Claudio Ptolomeo y colocar al sol en vez de la tierra como centro del universo ocasionó una revolución de inconmensurables dimensiones. Lo apoyó Galileo Galilei (1564-1642), que hizo célebre la frase: “e pour si muove”. Ninguno de los dos era marxista-leninista. Renato Descartes (1596-1650), cambió radicalmente el curso del pensamiento filosófico con una simple frase: “cógito ergo sum”, y no era marxista-leninista. Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) devolvió la soberanía al pueblo con su “Contrato Social”; John Locke (1632-1704) con su “Tratado sobre el Gobierno Civil” y Carlos de Montesquieu (1689-1755) con “El Espíritu de las Leyes”, encontraron la manera de combatir el absolutismo aplicando una idea simple: solo el poder detiene al poder. Y, por supuesto, no eran marxistas-leninistas.

En cambio Carlos Marx (1818-1883), Federico Engels (1820-1895), Vladimir Lenin (1870-1924) y Leon Trotsky (1879-1940), cuyo vigor intelectual no discutimos, consideraron utópicos a sus antecesores pero ellos mismos se hicieron acreedores a ese calificativo cuando sus doctrinas hicieron implosión bajo el peso arrasador de la realidad que mostró sus cartas con el glasnot, la perestroika y la caída del muro de Berlín. El comunismo, de esta forma, se convirtió en una utopía más, como las muchas que, desde Platón, registra la historia del pensamiento, para dar paso a doctrinas de avanzada que, cultivando la función social del derecho, abonan el ensanchamiento de las potencias individuales en un clima de libertad.

¡Y ahora nos vienen con la cantinela de que el socialismo del Siglo XXI, remedo tropical del comunismo, sin sólidos fundamentos filosóficos, históricos o sociológicos, es la madre de todas las revoluciones! ¡Pamplinas! Basta ver el estado en que van cayendo los países que lo profesan para tener evidencia de sus funestas consecuencias. Pero con ponerse el título de “revolucionarios” en la frente, todo está salvado y hay línea franca para la barbarie. ¡Con ese membrete las maras pueden hacerse llamar revolucionarias y ¡Santas Pascuas! hasta pueden reclamar un lugar en el Parlamento! ¿Con qué fundamentos filosóficos? Con los que proporciona la embriaguez de la suma libertad, “inalienable e imprescriptible”, a hacer lo que les de la gana, sin derecho y sin conciencia.

Bajo la bota del partido — que no del proletariado– ¿nos hemos puesto a pensar cuántos cerebros, de tantos luminosos que hay en la isla, se han apagado en Cuba, por tantos años, dominados por la “infalible” voz de Castro? ¿Por qué Venezuela ha caído en las más hondas simas de la degradación sólo porque hay que atender las mágicas instrucciones de un dictador que las envía desde el más allá? ¿Y por qué Daniel Ortega, convertido en un nuevo Anastasio Somoza, pretende ser para siempre el portador del único pensamiento lúcido, en un país en donde el talento es plaga, cuna del más grande poeta americano?

No, señores. Debajo de tantos malabarismos de palabras, de usurpación de conceptos, de imágenes de colores, se esconde el apetito humano, la codicia, la piñata sandinista, los grandes capitales súbitos, la soberbia, la ignorancia, el insulto, la envidia social y el desprecio por el bienestar del pueblo. El título meramente instrumental de “revolucionario” no es nada si no se dirige a la consecución de los valores que hacen avanzar la civilización. Así como hay revolucionarios que elevan a los pueblos, los hay que los hunden en la miseria y en la tristeza.

Con cuánta razón escribió don Francisco Carrara, el padre del Derecho Penal clásico, estas palabras iluminadoras: “Yo no le doy ninguna importancia a la fantasmagoría de las palabras y de los nombres. El despotismo puede oprimir a los ciudadanos bajo un gobierno que se llame república, directorio consulado, tribunado, comicio, etc. La libertad puede sonreírle, en el campo de los hechos, al hogar de todo ciudadano particular bajo un régimen que se llame monarquía absoluta. La libertad civil consiste en que los derechos de todo ciudadano sean igualmente protegidos. Estos derechos no se protegen variando un nombre: idea pueril de pueblos que fácilmente se entusiasman; se protegen con una fuerza que aleje, que reprima o que repare los abusos de quien pretenda agraviar, en su propio beneficio, los derechos de los demás. En la necesidad de una fuerza que defienda los derechos individuales contra toda injusta agresión está el fin, está la razón de ser, está la legitimidad de los gobiernos y de la Constitución de la que se llama sociedad civil”.

*Doctor en Derecho.