Hormonas, antibióticos y tóxicos: el lado oscuro de la alimentación

Una periodista expone en el libro "Mal comidos, cómo la industria alimentaria argentina nos está matando" los errores para cosechar los alimentos en ese país y en otros de la región

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elsalvador.com

Por Texto: DPA

2013-11-02 7:00:00

Un bife con ensalada puede ser el menú más tradicional en la Argentina, uno de los países de mayor potencia agroalimentaria del mundo, y en muchos países de Latinoamérica. Pero en realidad este plato puede ser una peligrosa combinación de agrotóxicos y bacterias impensada años atrás en el reino del asado.

“Argentina produce alimentos para 400 millones de personas, pero el 56 por ciento de la tierra cultivable de Argentina está destinada a la soja, que no se consume en nuestro país sino que en un 98 por ciento va a la exportación. Entonces, la comida real se vuelve periférica a esa producción de commodities”, señala la periodista Soledad Barruti, autora del libro “Mal comidos, cómo la industria alimentaria argentina nos está matando”.

Sin espacio para la cría de ganado vacuno, bovino y aviar a campo abierto, y con el objetivo de maximizar ganancias y minimizar recursos, la producción de alimentos de origen agropecuario sufrió una enorme transformación en las últimas décadas y abrió las puertas al uso intensivo de antibióticos, hormonas y plaguicidas.

“Lo que estamos perdiendo todo el tiempo es la soberanía y la seguridad alimentaria, cada vez tenemos menos alimentos, la sustitución que se hizo con el avance de la soja fue terrible, se dejó de producir trigo, girasol, leguminosas, se talaron hectáreas de frutales, que tardan años en tener fruta, se cerraron tambos”, enumera la periodista.

Esta misma realidad también se ha establecido en otros países del Sur y Centroamérica.

El “ejemplo argentino de la sustentabilidad de la rotación agrícola-ganadera”, en el que las vacas nutrían los campos que se desnutren con la producción agrícola, casi desapareció con la llegada de la soja, el principal cultivo nacional y fuente central del ingreso de divisas al país.

La postal de la vaca pastando en las pampas comenzó a virar hacia corrales de engorde, “feedlots”, donde los rumiantes ya no comen pasturas sino que se alimentan con preparados a base de granos, afrecho de trigo, harina, semilla y expeller de algodón, girasol, maní o soja, residuos de malta y harina de pluma hidrolizada.

Barruti defiende el consumo de carne: “Las vacas de pastoreo tienen un equilibrio muy grande entre sus ácidos grasos esenciales, músculos fibrosos, compuestos anticancerígenos”.

Los “feedlots”, en cambio, generan “vacas con más grasas saturadas, con más colesterol, que al mismo tiempo sólo se sostienen con antibióticos y que por otro lado tienen en su organismo la predisposición a mutar las bacterias internas entre la cantidad de antibióticos, la condiciones de vida y la dieta a bacterias resistentes, contra las que no hay cura”, entre ellas la escherichia coli, alerta la investigadora.

Ahora, para comer la tradicional carne argentina, con ese sabor distintivo, hay que ir a los lugares más exclusivos.

“Nosotros compramos la carne a frigoríficos que garantizan que faenan animales de alimentación pastoril y controlamos personalmente la calidad”, declara Miguel Sosa, gerente de la parrilla “La Cabrera”, una de las más elegidas por turistas y locales que buscan un buen plato de carne en Buenos Aires.

También se aplican grandes dosis de antibióticos y hormonas en la producción de ganado porcino. Desde el año pasado se aprobó en Argentina el uso de ractopamina, un androgénico que permite ganancia diaria de peso e incrementa la cantidad de tejido magro.

En los criaderos intensivos, los cerdos viven encerrados en pequeños corrales de concreto, lejos de los tradicionales chiqueros embarrados, sino más bien limpios pero con poco lugar para moverse.

Los machos reproductores son masturbados diariamente para extraer semen y preñar a las hembras, que paren en una “maternidad” y luego pasan 21 días en pequeños cubículos junto a sus crías. “Están echadas de costado y aplastadas con barrotes que las mantienen fijas al suelo. A su alrededor cada una tiene un grupo de entre diez y doce lechones que se mantienen lo más cerca que pueden de sus madres. Los barrales sostienen a las cerdas para que no lastimen a su cría, explica un productor”, relata “Mal comidos”.

En la industria avícola, los pollos y las gallinas ponedoras de huevo viven apiñadas en jaulas. Con los picos recortados para que no se lastimen, crecen o ponen huevos sin jamás tocar la tierra. Las aves reciben hasta 15 vacunas distintas y su alimento contiene grandes dosis de antibióticos, que se “usan para mantener los animales sanos en condiciones insalubres y para engordarlos, porque son promotores de crecimiento”, aclara Barruti.

Los cultivos frutihortícolas no escapan a esta realidad. La periodista alerta que “en esta marginalidad en que viven los productores, todo el desarrollo de su profesión lo hacen un poco a ojo, de lo que fueron aprendiendo solos, con conceptos totalmente errados: dicen que están curando una planta y dándole un remedio cuando le están poniendo agroquímicos”.

Se han detectado en verduras, hortalizas y frutas plaguicidas organoclorados, endosulfán, clorpirifós y metamidofós, entre otros agroquímicos, algunos prohibidos. “Es todo como una especie de combo tóxico donde lo peor es la falta de control”, subraya Barruti.

Los sistemas de producción agropecuaria cambian sin embargo rotundamente cuando el destino final es la exportación. Los controles externos a los que se somete a la carne y las frutas son intensos, por lo cual el ganado es criado a pastura libre y los frutales no reciben tanta dosis de agroquímicos.

Argentina cuenta con una de las seis regiones más fértiles del planeta, pero parece no cuidar tanto ese tesoro. “La región tiene políticas de defensa en determinados países muchísimo más fuertes que las nuestras. Perú le cerró la puerta a los transgénicos, Bolivia también, en Brasil hay un ministerio de agroecología que estimula y subvenciona la agricultura familiar. Chile tiene una movilización ciudadana enorme contra la ‘ley Monsanto'”, enumera.

Barruti asegura que la producción destinada al mercado local también tiene la oportunidad de ofrecer alimentos mejores.

“Está demostrado que la producción diversificada a mediana escala da mucho más y mejor que la producción intensiva industrial, produce más calorías y produce calorías de mejor calidad. Y además da trabajo a las personas que hoy padecen hambre, que son las personas que vivían en el campo y hoy no tienen más la posibilidad de vivir ahí”, destaca.

Hay luces de esperanza en el horizonte. Argentina es el segundo exportador mundial de alimentos orgánicos y cuenta con una red cada vez mayor de productores que optan por cultivar sin agroquímicos, que no pueden solventar la certificación orgánica, pero ofrecen sus productos, más sanos y sin antibióticos, hormonas ni tóxicos, a precios más bajos. “Hay que evitar que esto se vuelva un consumo selecto de una elite”, alerta Barruti.