Las migraciones en sus diversas direcciones han transformado el rostro del país produciendo afectaciones profundas en la configuración familiar, el código de valores y cómo nos relacionamos los unos con los otros. Los cambios han sido vertiginosos e imponen sobre la iglesia la necesidad de revisar su pastoral ante los nuevos desafíos. La reorientación en su manera de entender y responder a los retos no ha sido siempre tan veloz como la dinámica social.
A partir de las reformas liberales a finales del Siglo XIX El Salvador se convirtió en un país receptor de inmigrantes pero las cosas cambiaron principalmente en la segunda mitad del Siglo XX. Las violaciones a los derechos humanos, la búsqueda de oportunidades y de ingresos, la guerra, la violencia de las pandillas y los desastres naturales motivaron los flujos migratorios que se producen en diversas direcciones. La más notoria e intensa es hacia el extranjero. En números absolutos El Salvador es uno de los países con mayor emigración del continente, incluso por arriba de Cuba.
El interminable flujo de desesperanzados que abandonan el país da paso a la modificación del carácter de la familia contemporánea. El paradigma de la familia tradicional ha sido trocado por los nuevos modelos de familia monoparental y aparental. En círculos populares es amplio el fenómeno de una niñez alienada de uno o ambos padres. Los abuelos reciben a los niños sin considerar que de ellos les distancia una brecha generacional considerable que les inhabilita, a pesar de sus muy buenas intenciones, a comprender las presiones y retos que sus nietos afrontan hoy. En término de unas pocas décadas cambiaron las ideas de ciudad, comunicaciones, trabajo, sexualidad, educación e información.
Se considera que hasta un 70% de los niños que crecieron sin uno o ambos padres ha pasado a engrosar las filas de las pandillas. Mientras las causas de exclusión que producen la emigración no sean resueltas, existirá un amplio caldo de cultivo de nuevas generaciones que continuarán alimentando a las pandillas. La iglesia debe revisar su papel en este nuevo El Salvador que, nos agrade o no, nos corresponde compartir.
La iglesia debe despertar a la verdad de que la familia tradicional es cada vez más un privilegio de quienes poseen solvencia económica. En el campo y los barrios populares la pastoral debe reorientarse para que sea pertinente a la nueva realidad. Debe preocuparse por instruir a los abuelos o encargados en los nuevos retos que supone la crianza de niños hoy. Crear dentro de la comunidad cristiana espacios de comunicación, calor humano, actividad lúdica y tolerancia que hagan de ella un ambiente familiar que ayude a los niños a superar su situación de desarraigo y que les inclina a buscar una “familia” en la pandilla. Cortar con el ejemplo la agresiva tendencia consumista que lleva a una constante situación de insatisfacción y sed de adquisición.
La sencillez, el desprendimiento y la solidaridad son los grandes valores que deben sustituir al consumismo que coloca la adquisición por arriba de la familia. Pero mientras la iglesia siga la misma línea apasionada de adquirir más cosas no debe quejarse y ver con resentimiento al gobierno por no resolver un problema en el que es a la iglesia a quien le corresponde una importante cuota de responsabilidad.
*Pastor general de la misión cristiana Elim.